Intente explicar a un niño de tres años que su madre se ha muerto. Será difícil hacerle entender nada sobre procesos fisiológicos complejos o fenómenos estocásticos: tendrá que narrarle una historia.
Si no le brinda una explicación sencilla, con elementales relaciones de causa-efecto, sentido y finalidad, con agentes intencionales buenos y malos, y todo dentro de un marco coherente proporcionado por la unidad del yo en tiempo y espacio y su carácter trascendente, sencillamente no le comprenderá, e inventará su propia historia. Esto nos dice algo sobre la naturaleza humana.
Cuando no sabemos cuál es la ley subyacente a un fenómeno o conjunto de fenómenos interpretamos con las evidencias disponibles, conjugando datos con suposiciones (sobre este punto son interesantes los experimentos con pacientes de cerebro dividido de Michael Gazzaniga y la hipótesis de este último sobre el intérprete). Buscamos además respuestas, somos inquiridores natos, y especialmente nos interesan las referidas al sentido del todo y la coherencia de sus partes. Disponemos de algunos mecanismos innatos de interpretación de fenómenos, que toman forma en un lenguaje de la mente o mentalés, y que inevitablemente impregnan la lengua con la que nos comunicamos unos a otros significados. Estos mecanismos son adaptaciones, puesto que existen en función de una realidad exterior invariante (leyes de la física, de la química y de la biología interiorizadas). Son, como expone muy bien Steven Pinker en su última obra, la sustancia del pensamiento.
Así, tendemos a inventar nuestra propia historia, o a creer la que algún otro, con ascendiente sobre nosotros, nos proporcione, siempre y cuando esta encaje dentro de las categorías elementales de nuestro pensamiento.
A través de las sucesivas generaciones humanas en las que ha existido el lenguaje, muchos padres han tenido que comunicar a sus hijos la muerte de la madre. Podría haber existido una historia originaria, narrada por un padre o inventada por un hijo, aunque esto parece improbable. Sea como fuere la historia o el conjunto de historias inventadas no podían decir algo muy distinto de esto: la madre ya no estaba con ellos porque había tenido que marcharse a otro lugar. Dicho lugar tenía necesariamente que ser un lugar mucho mejor que nuestro precario y peligroso mundo, puesto que a la persona amada no podía imaginársela siquiera en un sitio inhóspito, y más tras todas las penalidades sufridas aquí. Debía asimismo haber sido llamada, la madre, por un poder superior, no cabiendo imaginar que su marcha hubiera sido voluntaria, dada la fortaleza de los lazos sentimentales que le ataban a su hijo en particular y a su familia en general. Tal poder superior gozaba de razones superiores, muy por encima del entendimiento humano.
Si no le brinda una explicación sencilla, con elementales relaciones de causa-efecto, sentido y finalidad, con agentes intencionales buenos y malos, y todo dentro de un marco coherente proporcionado por la unidad del yo en tiempo y espacio y su carácter trascendente, sencillamente no le comprenderá, e inventará su propia historia. Esto nos dice algo sobre la naturaleza humana.
Cuando no sabemos cuál es la ley subyacente a un fenómeno o conjunto de fenómenos interpretamos con las evidencias disponibles, conjugando datos con suposiciones (sobre este punto son interesantes los experimentos con pacientes de cerebro dividido de Michael Gazzaniga y la hipótesis de este último sobre el intérprete). Buscamos además respuestas, somos inquiridores natos, y especialmente nos interesan las referidas al sentido del todo y la coherencia de sus partes. Disponemos de algunos mecanismos innatos de interpretación de fenómenos, que toman forma en un lenguaje de la mente o mentalés, y que inevitablemente impregnan la lengua con la que nos comunicamos unos a otros significados. Estos mecanismos son adaptaciones, puesto que existen en función de una realidad exterior invariante (leyes de la física, de la química y de la biología interiorizadas). Son, como expone muy bien Steven Pinker en su última obra, la sustancia del pensamiento.
Así, tendemos a inventar nuestra propia historia, o a creer la que algún otro, con ascendiente sobre nosotros, nos proporcione, siempre y cuando esta encaje dentro de las categorías elementales de nuestro pensamiento.
A través de las sucesivas generaciones humanas en las que ha existido el lenguaje, muchos padres han tenido que comunicar a sus hijos la muerte de la madre. Podría haber existido una historia originaria, narrada por un padre o inventada por un hijo, aunque esto parece improbable. Sea como fuere la historia o el conjunto de historias inventadas no podían decir algo muy distinto de esto: la madre ya no estaba con ellos porque había tenido que marcharse a otro lugar. Dicho lugar tenía necesariamente que ser un lugar mucho mejor que nuestro precario y peligroso mundo, puesto que a la persona amada no podía imaginársela siquiera en un sitio inhóspito, y más tras todas las penalidades sufridas aquí. Debía asimismo haber sido llamada, la madre, por un poder superior, no cabiendo imaginar que su marcha hubiera sido voluntaria, dada la fortaleza de los lazos sentimentales que le ataban a su hijo en particular y a su familia en general. Tal poder superior gozaba de razones superiores, muy por encima del entendimiento humano.
La primera religión pudo surgir, pues, con el lenguaje. La capacidad simbólica nos permitió imaginar mundos paralelos, ya que de hecho, la capacidad simbólica resultaba ser no sólo un mundo paralelo en sí mismo, sino un fructífero creador de tales mundos. Una de las primeras historias, si no la primera, contadas por el lenguaje, debió de ser la que explicaba la marcha de un ser querido a otro mundo mejor. Que los odiados fueran a uno peor no era lo más importante, pero andado el tiempo era inevitable que las religiones surgidas de este primer movimiento, construidas sobre esta primera piedra, crearan un Infierno. Asimismo, que la moral pública (no había otra) se viera contagiada por el poder trascendente de inescrutables designios tampoco podía dejar de suceder.
A partir de un rudimento de explicación trascendente se iría creando una gran historia sobre nuestros orígenes, razón de ser y destino, en la cual nunca se perdería de vista el yo como agente intencional, centro de un universo y ser trascendente, ni el bien y el mal como los polos entre los que oscilaría el alma inmortal. La tradición oral, método de comunicación fiel de cortísimo alcance, convertiría una narración sencilla en una épica sublime. No otra cosa sucedió con los Cantos Homéricos. No alcanzaron su forma canónica hasta mucho después de empezar a ser cantados, y para entonces los seres humanos reales sobre los que se basaba se habían convertido en grandes héroes, dioses y semidioses. Hasta que la escritura no se impuso como sistema de comunicación de cultura intergeneracional, de forma notable en el Renacimiento con la máquina de Gutenberg, la tradición oral creó mitos a sus anchas. Hay que decir, además, que cuanto menos se conoce más se suplen los vacíos de conocimiento con la imaginación. Así, en los nodos humanos de la transmisión de cualquier información, los datos aportados por el intérprete y narrador transformaban por completo la historia. Un punto importante aquí es que cuanto mayor es la ausencia de conocimiento mayor es el juego de imaginación y a menos restricciones está este sujeto, puesto que se conocen mucho peor los límites de la realidad. Cualquier cosa parece posible, cualquier cosa es posible.
Con el tiempo la religiosidad era un fenómeno cultural organizado e institucionalizado en religiones, que representaban a los pueblos que las profesaban, siendo una de sus más idiosincrásicas señas de identidad. Surgieron así primero los chamanes, institución unipersonal, y después las castas sacerdotales, en sociedades urbanas más complejas y masificadas y con mayor división del trabajo. Estos eran, cada uno en su nivel, los intérpretes profesionales de las verdades reveladas por los dioses.
Más evolucionadas las religiones, más evolucionadas la sociedad y el espíritu humanos, pudieron surgir religiones no trascendentes, o con una trascendencia muy limitada, como la budista, así como otras que agregaban tradiciones religiosas dispersas y reducían panteones a una deidad única y todopoderosa, como la judía.
En esta narración que les brindo, no otra cosa es, he hablado de la muerte de la madre. Podría haberlo hecho de la del padre. Salió de caza y jamás volvió. Pero he considerado que la figura de la madre, al ser fundamental para un niño en desarrollo, debía ser el centro de la historia.
La religión nació de la muerte en un parto doloroso. Y hoy, a pesar de todo lo que hemos avanzado cultural, tecnológicamente y en conocimientos del cosmos, sigue siendo el mejor consuelo y la más plausible explicación del corazón frente a la más definitiva de las realidades.
Germánico, estás tocando de oído y nunca mejor dicho.
ResponderEliminarNo sé si tomarlo como una alabanza o como una censura...
ResponderEliminarSi es lo segundo no dejes de indicarme mis errores. Estaré encantado de recibir lecciones de un maestro digno.
ResponderEliminarHe oído decir que tengo oído absoluto. Musical, claro.
A ver si tengo tiempo para dar mi opinión. No soy maestro de nada y menos tuyo.
ResponderEliminarTu opinión será bienvenida.
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