jueves, abril 23, 2009

El cerebro de Einstein


El genial literato checo Milan Kundera, dios de mi panteón particular, elogió, en una de sus obras, la lentitud. En una sociedad en la que las prisas se han convertido en las mejores consejeras, el sabio se desespera, y su cerebro, saturado, clama: “ve despacio, que tengo prisa”.

Hombres pertrechados con una tecnología sofisticada y una agenda repleta de eventos y encuentros se cruzan sin mirarse a los ojos por pasillos estrechos. Pensar deprisa es un imperativo ineludible, reflexionar sin un objeto una locura de ocio. Hay que juntarse en brain stormings y sacar adelante grandes empresas. La necesidad se ha hecho virtud.

¿Es nuestra sociedad tecnológica, de servicios y de imbricada división del trabajo, generadora de dinámicas que superan la velocidad de procesamiento de nuestros cerebros? Dicen que la evolución cultural ha superado a la biológica, y que el hombre de hoy tiene que lidiar con la complejidad que ha creado, que ha evolucionado socialmente, con un cerebro que no ha cambiado desde el nacimiento de nuestra especie.

La mayoría de la gente no entiende los artilugios y los constructos que maneja. Por decirlo de alguna forma, nadan a favor de una corriente que en cualquier momento, si se rompiese el precario equilibrio, podría convertirse en un remolino que les devorase. Grandes y perfectos inútiles se congratulan de sus limitadas pericias y manejan tópicas sentencias.

Pero ¿realmente es así? ¿Se ve todo el mundo igualmente sometido a las presiones de un tiempo demasiado escaso? ¿Es nuestra época una época más acelerada? ¿Vivimos, como Santa Teresa (que vivió un tiempo teóricamente y según la antedicha teoría, más tranquilo), sin vivir en nosotros?

Quizás el panorama mostrado sea una tergiversación de la realidad que realiza la mente, en ciertos momentos, cuando no da de sí. A mi me sucede, a casi todos nos sucede cuando las cosas nos superan. Pero una vez podemos reflexionar sobre ellas, separarnos de ellas, alejarnos de ellas, tenemos una perspectiva nueva que nos ayuda a situarlas en su justo lugar.

El hecho incontrovertible es que la naturaleza ha premiado, desde el principio, a la velocidad, penalizando a un tiempo la lentitud. Solamente en nuestras sociedades avanzadas ha podido surgir, o, mejor sería decir, ha podido prosperar, un pensamiento pausado, un análisis sosegado, una razón que se reinventa a si misma sobre la base de una imaginación totalmente irresponsable, en definitiva, un Einstein.

Einstein como arquetipo, Einstein como paradigma, Einstein como prototipo de sabio tranquilo que especula libremente. Ese tipo peculiar de hombre no habría tenido, seguramente, una vida fácil en los entornos ancestrales, ni una vida gloriosa entre los romanos o los turcos otomanos, quizás acaso, y siendo de buena familia, la habría tenido entre los griegos llamados presocráticos.

Disponer de ocio es condición necesaria, si bien no suficiente, para desarrollar pensamientos de gran alcance, pensamientos que están más allá de la supervivencia, más allá, parafraseando a Nietzsche, del bien y el mal, entendidos estos como categorías inmediatas. Hace falta un sustrato neurobiológico particular.

El ser humano ha desarrollado un cerebro que le permite hablar, imaginar, planificar, razonar. Se ha elevado por encima de sus familiares primates y muy por encima de las demás especies biológicas. Pero para ello ha sido necesaria la lentitud, y no la rapidez de procesamiento de la información, contrariamente a lo que nos dice la intuición. La velocidad de reacción es algo que nos venía de serie. Nuestros sistemas límbico y endocrino nos recuerdan de continuo cuan rápidos somos para la acción y el pensamiento en situaciones de necesidad, y ello sin “necesidad” de “pensar”, y menos aún de reflexionar. Verdaderamente estamos pertrechados con una sofisticada “tecnología”, si bien esta evolucionó a través de la larga cadena del ser y no fue pensada ni diseñada, aparentemente, por nadie.

Pero divagar y pensar despacio requieren mecanismos neurológicos distintos. Hasta hace bien poco se ha creído que todo podía explicarse por nuestra extensa y arrugada neocorteza (o isocorteza) y sus amplias zonas de asociación. Pero faltaba al menos una variable en la ecuación: las células de la glía. Estas células, muy superiores en número a las neuronas (en orden de 10 a 1), han sido durante mucho tiempo consideradas meros acompañantes de estas últimas, un apoyo “logístico”, de sostén, estructural, trófico, inmunitario y metabólico a las mismas. De hecho el término glía deriva de la palabra griega usada para “pegamento”.

Sin embargo parece, por las últimas investigaciones realizadas con astrocitos, que las células gliales, a su manera, trasmiten información.

Alfonso Araque y Gertrudis Perea, del Instituto Cajal, expusieron, en un artículo publicado en la revista Mente y Cerebro, algunas de las conclusiones a las que habían llegado tras estudiar los astrocitos en su interacción con las neuronas y entre sí.

Sin duda los mecanismos rápidos de transferencia de información tienen notables ventajas adaptativas y resultan esenciales en el reino animal, pero cabe conjeturar que los procesos lentos moduladores, como los de los astrocitos, pueden ser idóneos para un exquisito ajuste y refinamiento en el procesamiento complejo de la información y en los procesos de plasticidad; en definitiva en las funciones superiores del sistema nervioso central. Expresado llanamente, para huir de un león es necesaria la rápida conducción de información desde el sistema visual al sistema motor, mas para idear una trampa que nos permita cazar un león no se requiere rapidez, sino una gran cantidad de modulación de información....

Sabido es que, a lo largo de la escala filogenética, se multiplica el número de neuronas. Crece también la proporción de células gliales. Así, la proporción de células gliales respecto al número de neuronas es inferior a uno en nematodos, uno en roedores, cuatro en mamíferos acuáticos y alrededor de diez en primates. La mayor cantidad relativa de astrocitos se da en el cerebro humano; aquí la población de astrocitos decuplica la de neuronas...el volumen del cerebro humano es un 300% mayor que el de los otros primates; en cambio su número de neuronas es solo un 125% mayor.

El hombre entonces podría deber sus peculiaridades cognitivas en gran parte al procesamiento de información por parte de los astrocitos, y habría logrado, gracias a ellos, ser el Einstein de la naturaleza, capaz de ir rápido pero también capaz de ir despacio, capaz de aprender y crear gracias a la lentitud.

Pero, ¿qué hay del cerebro de Einstein, sabio entre los sapiens, homo sapientísimus?

Su estudio ha sido todo un periplo científico. Nos lo cuenta el gran neurocientífico R.Douglas Fields en otro artículo sobre la neuroglia, relativo a sus propios estudios sobre el particular, que pueden encontrar en la Revista Temas nº 46:

Driving Mister Albert, libro de hace pocos años, cuenta la historia de Thomas Harvey, patólogo que, en 1955, realizó la autopsia de Albert Einstein. Concluida su tarea, decidió llevarse el cerebro del genio a casa. Allí, flotando en el interior de un recipiente de plástico, permanecería 40 años. En varias ocasiones, Harvey repartió finos cortes del cerebro a científicos y seudocientíficos de todo el mundo, quienes estudiaron el tejido en busca de pistas que explicaran la genialidad de Einstein. Cuando Harvey llegó a los 80, colocó lo que quedaba del cerebro en el maletero de su Buick Skylark y cruzó el país para devolvérselo a la nieta de Einstein.

Uno de los científicos que examinaron cortes del preciado cerebro fue Marian C.Diamond, de la Universidad de California en Berkeley. No encontró nada especial en el número o el tamaño de las neuronas. Sin embargo, en el córtex de asociación, responsable de la cognición de alto nivel, halló una cifra elevadísima de las células de la glía: una concentración mucho mayor que la del promedio de su encéfalo.

Para que se hiciera la luz sobre la velocidad de la luz, la más rápida concebible, fue precisa la lentitud de procesamiento de un cerebro no acuciado por la supervivencia, no uncido fuertemente por el yugo de la necesidad. ¿Y no somos todos los hombres de hoy, con mayor o menor dotación de astrocitos, afortunados pensadores con tiempo para rumiar nuestras vivencias e imaginar infinidad de mundos paralelos?

Ahora Dean Falk presenta un nuevo estudio sobre el cerebro del sapientísimo sabio.

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