jueves, diciembre 10, 2020

El animal trabajador (entrevista a José Camilo Vázquez Caubet)

José Camilo Vázquez Caubet


Es ya casi un tópico afirmar que nuestro cerebro no está suficientemente adaptado al medio que nosotros mismos hemos creado, con la rápida evolución de nuestra cultura material y los drásticos cambios provocados por esta evolución en nuestro medio ambiente y en nuestra forma de obtener satisfacción a nuestras necesidades. Vivimos en una realidad que es como un traje que nos hubiéramos hecho a medida que, por alguna extraña razón, no terminará de sentarnos bien. Incómodos dentro de él, sintiendo que su tela nos produce dentera, nos miramos en un espejo con él puesto y no nos reconocemos. Es la prueba del espejo del Homo sapiens: no encaja, no está cómodo en la realidad que ha creado, no se reconoce en ella, se siente antinatural y fabula utopías: el del espejo definitivamente no es él, no es su verdadero yo, es antinatural, y prefiere ignorarlo, no ser consciente de él. 

 


Para mí el traje que mejor representa esta realidad contradictoria es el del ejecutivo. Por un lado representa el estátus en una sociedad primate como la nuestra, por otro la impostura del animal que finge ser lo que no es: racional. Y el paradigma de esto lo constituyen sin duda los "trajes vacíos" de los que habla el pensador libanés Nassim Nicholas Taleb para referirse a los fatuos que repiten fórmulas vacías en un discurso de puro humo desde algún estrado que les sitúe por encima de quién les escuche. 

 


El contexto que acaso sea el escenario perfecto para la exhibición cotidiana de esta tragicómica condición del ser humano culturalmente evolucionado es el del mundo laboral. Ningún otro ha evolucionado de forma tan acusada con los cambios tecnológicos, institucionales y materiales que ha sufrido la humanidad desde el neolítico hasta nuestra era postindustrial. Puede que estemos asistiendo a las últimas representaciones del ser humano-trabajador, aunque esto no sea en absoluto una promesa de un mundo mejor, sino más bien al contrario. Aunque del fin del trabajo tal y como lo entendemos tocará hablar en otra ocasión. 

 

¿Qué obra representamos sobre el escenario laboral? ¿Quién es protagonista, quién secundario? ¿Qué parte del guión viene escrita por la cultura y cuál por la evolución? ¿Qué parte hay de tarea y cuánto de relaciones humanas? ¿Qué racionalidad aparente y real tiene la toma de decisiones? ¿Son la eficacia y la eficiencia abstracciones que inducen comportamientos que nos alejan de algunos de nuestros más arraigados instintos? Son muchas las preguntas y, por lo general, hay que buscar mucho y con mucha atención para encontrar a alguien que pueda dar respuestas que tengan algún sentido. 

 

Lo que sí es fácil de encontrar son personas que han perdido por completo la sensación de estar haciendo algo con sentido o contribuyendo a algo mayor y mejor que ellos mismos y sus modestas aspiraciones. Los trabajadores encuentran pocas recompensas intrínsecas en su trabajo, y el salario es una recompensa extrinseca menguante, que mantiene encadenados a la gran mayoría de los"recursos" humanos a un puesto en la - cadena. 

 


Como decía cuesta encontrar a gente que pueda dar algunas respuestas con sentido a las preguntas que suscita el mundo del trabajo. Pero en La Nueva Ilustración Evolucionista creemos haber dado con alguien, no adscrito a ninguna escuela de pensamiento positivo, con interés en el trabajo como fenómeno exclusivamente humano, y con la capacidad de reconocer a los humanos detrás de los trajes detrás de los cuales se ocultan. 

 

J. Camilo Vázquez Caubet es psiquiatra y psicoterapeuta. Combina la atención a la salud mental de los profesionales sanitarios de su comunidad con la actividad privada, ayudando a individuos y a grupos. Forma parte de la Asociación Madrileña de Salud Mental y de la Sección de Neurociencia Clínica de la Asociación Española de Neuropsiquiatría. Y tiene un particular interés por cómo el trabajo afecta a nuestras vidas, hasta el extremo de haber comenzado a rastrear en él las huellas de nuestra naturaleza primate. 

 

Un artículo suyo para un Congreso Científico llamó poderosamente mi atención. Lo leí de una sentada sintiendo esas oleadas de placer que a veces le vienen a uno cuando contempla un paisaje de ideas que se le presentan a un tiempo como sorprendentemente novedosas y como misteriosamente familiares. Hablaba de trabajo, hablaba de evolución. Pensé que lo había escrito para mí.

 

El Doctor J. Camilo Vázquez Caubet ha tenido la amabilidad de respondernos unas preguntas sobre el trabajo, su historia, su importancia y cómo nos afecta psicológicamente, y cómo se ha convertido, en su forma impersonal y economicista, inadvertida pero inevitablemente, en el centro del mundo en los últimos siglos. 

 

1.- Como psiquiatra que trata a pacientes que han sufrido y sufren traumas y sufrimiento psicológico en su vida laboral ¿Qué distintas formas de disfunciones sociales y patologías psiquiátricas puede provocar lo que hoy conocemos como "trabajo"?

 

En primer lugar quiero agradecer a La Nueva Ilustración Evolucionista la oportunidad que para mí supone esta entrevista. Soy desde hace tiempo un seguidor admirado de vuestro proyecto y me hace muy feliz poder contribuir con esta pequeña aportación.

 

Durante los últimos años una parte importante de lo que hago ha estado dedicada a los problemas de salud mental relacionados con el trabajo en el sector sanitario. Podría decirse que soy algo así como un psiquiatra laboral. La respuesta rápida a esta primera pregunta es que pasamos tanto tiempo trabajando y existen tan variadas ocupaciones que prácticamente podemos encontrarnos ante cualquier tipo de “patología psiquiátrica” o problema conductual conocido cuando un trabajador acude a consulta.

 

Entremos más al detalle. Las clasificaciones diagnósticas están sujetas a bastantes polémicas en el campo de la salud mental pero, a grandes rasgos, podemos describir tres tipos de problemas: en primer lugar estarían los relacionados con el denominado “Síndrome General de Adaptación”, esto es, la respuesta de un organismo ante situaciones que le exigen una adaptación, así como el estrés que le supone regresar al estado previo. Esto es lo que caracteriza a los cuadros de ansiedad: la hiperactivación del organismo para afrontar situaciones adversas como un exceso de tarea, la mala organización o sufrir un jefe tiránico. Si dicha situación se mantiene en el tiempo sabemos que se puede alcanzar una fase de agotamiento de la adaptación, tendiendo a la pérdida de la motivación, la energía y, en general, predominando los sentimientos de impotencia y derrota. Los cuadros depresivos son muchas veces la conclusión de este proceso que se ha mantenido demasiado tiempo. Otra forma de reacción ante las amenazas la constituyen los cuadros emparentados con el Trastorno de Estrés Postraumático, que en el trabajo son resultado de situaciones que amenazan gravemente nuestra integridad o nuestra visión del mundo: un accidente laboral inesperado, un error importante, una demanda judicial o la terrible situación de sufrir acoso en el trabajo. Tampoco es raro encontrar cuadros de ansiedad ante determinados conflictos interpersonales que pueden derivar en auténticas fobias al puesto, por sentir que uno es incapaz de resolver el desencuentro.

 

En segundo lugar tenemos toda una gama de trastornos secundarios que en realidad son intentos infructuosos o a la larga problemáticos de afrontar un malestar inicial, como los que hemos descrito anteriormente. Aquí podemos incluir todos los trastornos adictivos (abuso de alcohol, de tranquilizantes, de drogas estimulantes), las conductas compulsivas destinadas a calmarse o evadirse (compras excesivas, juego patológico, adicción al trabajo, al sexo), algunos trastornos de la conducta alimentaria o, en su manifestación más dramática: el suicidio, la única alternativa que el trabajador contempla en un momento dado como vía para dejar de sufrir.

 

Habría un tercer tipo de problemas conductuales, que no encajan bien con la idea común (en exceso simplista) que solemos tener de patología o enfermedad, y que a menudo reciben denominaciones como “síndromes”, “riesgos psicosociales” o “fenómenos ocupacionales”. El más conocido sería el llamado “Burnout”, o Síndrome de Desgaste Profesional. Se ha intentado teorizar desde varios puntos de vista, recibiendo diferentes nombres: “daño moral”, “fatiga por compasión”, “trauma vicario”... Se trata en el fondo de un hecho cierto: el trabajo implica que durante gran parte de nuestra vida tratamos de operar sobre la realidad para cambiarla. Pero en el proceso la realidad también nos cambia a nosotros. Se puede afirmar que el trabajo nos dirige y determina mucho más de lo que estaríamos dispuestos a aceptar cuando escogemos emprender una determinada carrera profesional. De ahí que tenga bastante sentido hablar coloquialmente de “deformación profesional”. En el caso del desgaste profesional o “Burnout” nos encontramos ante el desencanto con respecto de la ocupación tras la experiencia repetida del despropósito (por carencia de sentido o falta de medios para materializarlo). Pero no es el único tipo de cambio a largo plazo. Existen múltiples desarrollos de nuestra personalidad que irán inevitablemente ligados al tipo de tarea que nos ocupa día tras día durante años.

 

 

2.- El trabajo. Podemos definirlo desde la física y medirlo, por ejemplo, en Julios, pero desde una perspectiva social humana es un fenómeno complejo de un orden superior que implica una gran variedad de tareas y relaciones. Tú que has abordado el mundo de las relaciones humanas dentro de los trabajos: ¿Cómo definirías el trabajo, tal y como hoy se presenta y se representa? ¿Cuánto tiene de tarea y cuánto de trato humano?

 

Desde el punto de vista de las relaciones el trabajo es el esfuerzo conjunto de una serie de individuos para acometer una tarea. Nuestra idea contemporánea de trabajo representa únicamente un corte a lo largo de un proceso histórico de miles de años caracterizado por la creciente división del trabajo. La complejidad de las sociedades en las que vivimos es tal que podemos llegar a perder un poco la perspectiva. Pero si nos retrotraemos a lo esencial veremos que la necesidad que fundamenta todo trabajo es la obtención de alimento, “ganarse el pan de cada día”. 

 

Para nuestra especie la obtención de alimento ha sido siempre un reto importante, muy difícil de acometer con éxito en soledad. Es característico del orden Primate al que pertenecemos que nos necesitamos los unos a los otros. Habitamos grupos para sobrevivir y eso determina de forma decisiva nuestro comportamiento y nuestro bienestar. Para vivir en grupo contamos con la capacidad de identificar y recordar al otro, de evaluar si en una interacción nos ayuda o nos agrede, llevando continuamente la cuenta de lo que podríamos llamar un “saldo relacional” con cada miembro del grupo. Pero además estimamos cómo están las relaciones de los demás con el resto por medio de la observación y el cotilleo. Del continuo trasiego de intercambios hostiles o colaborativos surge una estructura dinámica que se conoce como jerarquía. La jerarquía regula el orden de acceso a los recursos y ordena las interacciones, reduciendo la frecuencia de conflictos. Por eso es tan importante en cualquier trabajo al que uno se incorpora ser capaz de detectar “aquí quién manda” más allá del organigrama. Como ha señalado el primatólogo Frans de Waal, las relaciones del orden Primate están basadas en afectos protomorales: la expectativa de reciprocidad y la capacidad de empatizar, como contrapeso a las inclinaciones más centradas en el individuo: la tendencia a acaparar, al oportunismo, al engaño... Toda esta vida social-relacional está presente en nuestra interacción contemporánea con jefes y compañeros de trabajo, aunque no sea siempre evidente. 

 

Por lo tanto, en el trabajo contemporáneo coexisten al menos dos niveles siempre presentes: el operativo, que tiene que ver con posicionamiento frente a la tarea (que tendrá diferentes enfoques legítimos en la medida en que diferentes son los individuos) y, por otro lado, el nivel relacional, esa marea de fondo habitualmente negada o relegada a las confidencias de pasillo que tiene que ver con el estado de nuestras relaciones en el grupo y que suele ocasionar una parte muy significativa del sufrimiento de origen laboral. 

 

3.- Los seres humanos adoptamos distintos roles en distintos contextos, y el ámbito laboral es uno de los contextos más importantes. A la luz de la evolución ¿se puede explicar por qué es un contexto tan importante y el por qué de los posibles roles y jerarquías laborales?

 

Desde el punto de vista de la historia evolutiva de nuestra especie el ámbito laboral resulta un contexto de enorme importancia, ya que nos permite colmar nuestra necesidad básica de recursos: alimento y refugio. Pero la cosa no acaba aquí. Otras características comportamentales que antaño fueron clave para obtener esos recursos siguen presentes a día de hoy en cualquier entorno laboral. Tenemos una cierta apetencia por el poder (aunque la intensidad de este deseo varía entre individuos) y también una necesidad enorme de encajar en nuestros grupos de referencia, de colaborar y contar con aliados. Aspiramos a un lugar preminente en la jerarquía que nos asegure el acceso a los recursos, y venimos equipados para adaptarnos a la convivencia en grupo sin violentarlo en exceso, evaluando y negociando continuamente el estado de las relaciones y nuestro rol dentro de la comunidad. 

 

Por otro lado nuestra naturaleza humana destaca por la herramienta del lenguaje simbólico, que nos habilita para la evolución cultural por medio de la transmisión acumulativa de información. La forma institucionalizada en la que hoy se presentan los diferentes contextos laborales (asalariado, autónomo, voluntario, rentista, especulativo...) obedece a este proceso de evolución cultural que caracteriza a nuestra especie frente a otras. Su complejización ha permitido que la gama de necesidades humanas cubiertas (identidad, pertenencia, creatividad...) y también los malestares relacionados con el trabajo se amplíen mucho más allá de lo esperable en otras especies.

 

Por lo tanto tenemos necesidades muy básicas, compartidas con la mayoría de especies animales, mecanismos conductuales sociales equiparables a los de otros primates, y una capacidad única de transmisión cultural por medio del lenguaje que nos permite operar sincronizadamente a gran escala (imaginemos, por ejemplo, la labor coordinada de cuántas personas resulta necesaria solamente para que un avión despegue y aterrice donde se propone, o para llevar a cabo una operación hoy rutinaria como un trasplante renal). El lenguaje juega además un papel muy relevante en la creación y perpetuación de las jerarquías. A diferencia del resto de primates, como señala Robert Sapolsky, contamos con líderes estables a los que podemos llegar a escoger. Es un hecho que nuestras jerarquías pueden desdoblarse, teniendo las clásicas jerarquías informales basadas en la fuerza y el reclutamiento de apoyos dentro del grupo, pero también (y esta es la novedad) jerarquías formales o sancionadas culturalmente (como la estructura nobiliaria o el organigrama de una empresa). Este desdoblamiento genera muchos quebraderos de cabeza.

 

El concepto de rol, por último, alude a la capacidad de los individuos de adaptar de forma flexible su conducta a las expectativas del grupo al que se incorpora. Tendemos a pensar que hay una esencia que nos define como individuos. Que somos la misma persona en cualquier circunstancia. Pocas personas son así y verdaderamente no es lo más deseable. La vida social compleja a la que antes me refería requiere que seamos capaces de adaptarnos y renegociar continuamente nuestro comportamiento en función del contexto. Y no existe contexto más importante para un individuo que los diferentes grupos humanos de los que forma parte.

 

 

4.- La violencia física y psicológica que ejercen unos humanos sobre otros en el ámbito laboral puede tomar muchas formas, y algunas extraordinariamente sutiles. ¿Por qué nos maltratamos unos a otros en los trabajos, formamos facciones y obstaculizamos de algún modo la empresa común a la que debiéramos estar consagrados? 

 

La violencia laboral es una constante que sufrimos a diario por una mezcla de necesidad, entretenimiento y accidente, en proporciones variables según el sector y las personas que nos encontremos. Dicho esto, y en contra de lo que solemos pensar de nosotros como especie, los humanos somos bastante más pacíficos que nuestros parientes más cercanos. Las interacciones hostiles que tienen lugar a lo largo de un día entre los miembros de un grupo de chimpancés son unas 7 veces más frecuentes que las que tienen lugar en un grupo de humanos promedio. Las personas somos por lo general bastante evitadoras del conflicto y de hecho contamos con toda una serie de rituales y guías culturales destinadas a la pacificación, como son los modales, la cortesía, la reconciliación etc. Nuestra conducta social está bastante orientada a la colaboración espontánea y mostramos una tolerancia enorme ante conocidos y desconocidos, lo cual nos permite alcanzar niveles de cooperación sorprendentes.

 

¿Qué ocurre entonces para que surja la violencia en el trabajo? Lo más habitual es que aparezca de forma accidental, a partir de malentendidos generadores de conflictos. Se ha dicho que las personas estamos deseando trabajar y cooperar juntas, pero no con “estos desconocidos”, sino con afines: aliados incondicionales o clones de nosotros mismos. Lógicamente esto no es lo habitual. Como somos diferentes siempre surgirán desacuerdos o conflictos en torno a cómo abordar la tarea. Si éstos se repiten en el tiempo y no se abordan pueden llegar a interpretarse como algo personal. Nuestra naturaleza hipersensible a las señales de tipo social nos puede lleva a atribuir a intenciones competitivas a lo que suelen ser roces ligados a la tarea. Nos convencemos de la animadversión del otro mientras crece nuestro recelo. El otro no es ajeno a esto y, efectivamente, se acaba convirtiendo en un adversario. El verdadero peligro surge cuando la situación se enquista y escala en intensidad. No es raro que cada contendiente cuente con apoyos. Cuando la tensión se vuelve insoportable pueden formarse subgrupos rivales. De la misma forma en que dentro de un grupo tendemos a la pacificación, los humanos nos caracterizamos por la ferocidad con la que nos implicamos en los conflictos entre grupos. Cuando uno de los individuos rivales no cuenta con apoyos suficientes, suele ocurrir que la tensión que sufre el conjunto del equipo se descarga por la vía del ostracismo (aislamiento, expulsión) o el acoso a quien se acabará convirtiendo en el “chivo expiatorio”. Su castigo o destrucción permitirá la supervivencia del grupo, al menos por un tiempo...

 

Por otro lado las condiciones materiales importan, y de ahí la violencia por necesidad. En determinados sectores se estimula la competitividad para acceder a los mejores puestos, o la precariedad es tan palpable que en lugar de atacar a los superiores jerárquicos (siempre mejor posicionados para defenderse) se desatan las luchas “del último contra el penúltimo”. En el sector sanitario, por ejemplo, no son raros los conflictos por turnos de trabajo, por la posibilidad de tener un despacho, por las planillas de descanso y guardias, o por los repartos de pacientes que acuden sin cita. En entornos pobremente organizados, con liderazgo inadecuado y profesionales sobrepasados no es raro que abunden los conflictos en el equipo como emergente del malestar compartido.

 

En tercer lugar, algunas personas encuentran en la pugna o en el acecho al otro un cierto disfrute. De la misma forma en que la mayoría evitamos los enfrentamientos si está en nuestra mano, algunos individuos con rasgos de personalidad concretos disfrutan adquiriendo y ejerciendo control del los demás, sometiéndolos por medio de conductas sistemáticas destinadas a desmoralizarlos. Otros alivian el hastío ante un trabajo poco estimulante sembrando cizaña y difundiendo comentarios maliciosos, como quien prende fuego al monte para observar el caos y el frenesí que desata a su alrededor una acción tan pequeña.

 

A medida que hemos ido cobrando conciencia de los derechos de los trabajadores la violencia en el entorno laboral se ha ido haciendo menos abusiva y evidente, o por lo menos existe cierta intención de penalizar sus formas más sangrantes. Pero tal vez esto ha promovido que cada vez sea más estructural, sibilina, sistémica. No debemos olvidar que está en la cultura de muchas empresas emplear el miedo como herramienta de control, y que bajo la aparente civilidad de los medios burocráticos autores como David Graeber han denunciado la existencia de una violencia estructural que va ligada a la necesidad nutricia, la precarización y la inescapabilidad de la relación laboral.

 

 

5.- ¿Qué se puede decir de la llamada "brecha de género" (en definitiva las diferencias entre mujeres y hombres en el acceso a los distintos trabajos, responsabilidades, remuneraciones...etc? ¿Cómo ha sido el paso de la mujer por la historia en el terreno laboral? 

 

La relación de las mujeres con el mundo del trabajo ha sido y sigue siendo un camino lleno de dificultades. Si bien en origen nuestra especie pudo tener un reparto más o menos igualitario de labores (condicionado principalmente por el hecho biológico del parto y el amamantamiento) lo que ha caracterizado la mayor parte de la historia registrada es el incremento progresivo de la división del trabajo y, por tanto, la brecha de género. Esto derivó en que las mujeres se dedicaran esencialmente a los trabajos reproductivos o de cuidados. A diferencia del denominado trabajo productivo (asalariado, generador de bienes y servicios, acaparado por los hombres), el trabajo reproductivo se encarga de alumbrar, criar, cuidar, educar, acompañar y aliviar a los miembros de una comunidad. Estas tareas tradicionalmente han estado relegadas a la esfera doméstica, míseramente retribuidas en caso de estarlo y por supuesto desprestigiadas en tanto que apartadas de la vida pública. 

 

Esa tendencia hacia la división de tareas (hombres productores, mujeres cuidadoras) ha dado durante las últimas décadas un giro aparentemente favorable, aunque con un envés preocupante. Las lógicas capitalistas que organizan nuestra sociedad han promovido que tanto el hombre como la mujer se encuentren incentivados para participar activamente de la economía productiva, pero sin que se haya modificado sustancialmente la esfera reproductiva, en la medida en que los trabajos de cuidados siguen sin ser adecuadamente reconocidos. Existe por tanto un desfase entre una economía oficial que requiere de dos sueldos para mantener un hogar, por un lado,  y nuestros roles vigentes de género, por los cuales las mujeres se siguen pasando de una generación a la siguiente el testigo de los cuidados, la dura tarea de estar voluntariosamente pendientes de las cuestiones domésticas, del cuidado de los ancianos, del estado de los asuntos familiares, etc. Esto significa que la mayoría de las mujeres viven pluriempleadas o, en el mejor de los casos, asumen una mayor carga mental de las labores del hogar.

 

Si bien poco a poco la mentalidad va cambiando hacia posturas más igualitarias, lo cierto es que concretarlas en hechos no es fácil. Implica remontar miles de años de inercia. La plena corresponsabilidad masculina parece la única aspiración justa en nuestro actual estado tecnológico, si bien no me atrevo a pronosticar qué ocurrirá cuando el desarrollo tecnológico de la exogestación (útero artificial) derrumbe el límite último para la igualdad de oportunidades que supone la biología reproductiva humana. 

 

6.- ¿Que ha cambiado, en términos de trabajo, de los cazadores-recolectores del pleistoceno a los ciudadanos trabajadores de hoy?

 

En una palabra: proletarización. Lo que ha cambiado esencialmente a lo largo de la historia ha sido que las personas hemos ido perdiendo la capacidad de proveernos del sustento diario básico por nuestros propios medios. Existen pocas sociedades contemporáneas cuyos habitantes puedan dedicarse a una economía de subsistencia, y solo ciertas minorías pueden vivir de rentas. Por lo general las personas somos socializadas culturalmente en la institución del trabajo. La mayoría solo poseemos nuestra fuerza de trabajo, que vendemos en el mercado a cambio del dinero que necesitamos para acceder a bienes y servicios. Esto tiene un impacto enorme en la construcción de nuestra identidad y en la organización de nuestros modos de vida, hasta el punto que la sola mención de propuestas como una renta básica universal desata airados debates que terminan aludiendo a la ética personal o al supuesto sinsentido de una vida sin obligaciones laborales.

 

¿Es esto un éxito o un fracaso? Pues depende de la perspectiva que prefiramos adoptar: desde el punto de vista del dinero la cosa va para arriba. Si valoramos la reproducción humana cuantitativa (“creced y multiplicaos”) está claro que estamos ante un triunfo inmenso de la Humanidad, ya que nunca fuimos tantos. Desde la perspectiva de la sostenibilidad de la vida de nuestra especie y otras tantas de aquí a 200 años, quizás no esté tan claro... Y cada vez que una persona me pregunta a qué me dedico me suele responder que nunca me faltará trabajo. Creo que eso habla de los efectos sobre la salud mental que tiene vivir en una sociedad en exceso dominada por la economía de mercado, tal y como han señalado los dos Rendueles, el psiquiatra, y su hijo, el conocido sociólogo César Rendueles.

 

Ya que mencionas el término ciudadano señalaré su carácter antagónico con el de trabajador. Como afirma el filósofo Carlos Fernández Liria uno de los problemas de nuestra sociedad es que el proyecto inacabado de la Ilustración quiso formar ciudadanos capaces de regirse por las leyes que ellos mismos creasen y acatasen, haciendo uso para ello de la razón. Pero ese proyecto inacabado  se habría demostrado incompatible con un modelo económico capitalista debido a la gran capacidad de influencia que tienen los poderes económicos sobre las instituciones, que acaban legislando a favor del capital y no del común. Tampoco ayuda a reflexionar sobre los asuntos de la polis el acabar extenuado tras una larga jornada laboral, después de la cual lo último que pide el cuerpo es involucrarse en política, la acción deliberativa en torno a la propia comunidad.

 

Quién sabe. Tal vez el verdadero sujeto de la historia no sea el ser humano sino el capital financiero, solo que nos falta distancia para apreciarlo.

 

 

7.- Mirando hacia el futuro, con las nuevas tecnologías y la inteligencia artificial en manos del "mono desnudo" ¿Qué cabe esperar que cambie en las relaciones laborales, en las formas de trabajar, en el desempleo o la precarización de los empleos existentes y, en definitiva, en la salud psicológica de los trabajadores, con una mente que evoluciona más despacio que las tecnologías que diseña?

 

También percibo ese desajuste que mencionas, que para E.O. Wilson era triple: “emociones de la edad de piedra, instituciones medievales y tecnologías cuasi-divinas”. No soy un experto ni me atrevería a realizar según qué predicciones, pero de lo que leo y me cuentan deduzco que, si no cambian las relaciones de producción vigentes, todo apunta a que cada vez habrá menor demanda de mano de obra y más tarea para los que sí mantengan su empleo. La precarización es la consecuencia manifiesta de apostarlo todo a la productividad. También es seguro que seguiremos cotilleando, aspirando al poder, disfrutando de compartir un desayuno o una comida, enamorándonos, enemistándonos, atribuyendo al mérito personal lo que probablemente se deba a una buena red de alianzas. En eso creo que la tecnología poco va a influir.

 

Me preocupa más la parte institucional que determina nuestras vidas, por lo general de formas que nos cuesta apreciar. Creo que vivimos, parafraseando de nuevo a Rendueles hijo, una época de fascinación tecnológica relativamente estéril. Las tecnologías en las que solemos pensar como “nuevas”, que son principalmente las de la información (internet, telefonía móvil), no han traído mejoras  sustanciales en nuestra calidad de vida sino la exigencia de hacer más con menos, en menor plazo de tiempo, siempre más rápido. Las tecnologías “blandas” como la cultura gerencial o la burocracia tienen una capacidad mayor en varios órdenes de magnitud a la hora de hacernos infelices en el trabajo, como bien sabemos los sanitarios. Creo que deberíamos centrarnos en defender aquellas instituciones que nos protegen de nosotros mismos, de la parte más problemática de nuestros deseos, y reformar aquellas instituciones que vayan quedando obsoletas. Desde el punto de vista de las tecnologías “duras” es indudable que en algún momento llegará alguna que cambie radicalmente nuestras vidas. Tecnologías verdaderamente revolucionarias pudieran ser la energía de fusión nuclear, el útero artificial o una robotización que permita la renta básica universal. Pero no soy capaz de pronosticar cuál de ellas encontrará más resistencias.

 

Por lo pronto seguiremos unidos de forma ambivalente al trabajo. Cualquier mejora en la experiencia laboral creo que pasará por facilitar el contacto humano, permitir un equilibrio entre propósito personal y compartido, aceptar la diversidad de las personas y no pretender ignorar los límites del propio cuerpo. Estoy seguro de que cualquier avance humano en este entorno tendrá que ser ferozmente disputado, y que será tildado de ineficiente, retrógrado o arcaizante porque el capitalismo como sistema autoorganizado es un adversario desapasionado pero implacable de la vida.

 

 

8.- ¿Qué nos puedes contar sobre los traumas psicológicos de los trabajadores sanitarios que han sido luchadores en el frente de batalla contra el coronavirus? ¿Cómo está afectando la pandemia con sus confinamientos y restricciones a la población en general? 

 

El carácter global de esta crisis sanitaria ha servido para poner de manifiesto aspectos muy relevantes de cómo organizamos nuestras sociedades. Decisiones como la de mantener los bares abiertos y los parques infantiles cerrados han desvelado a qué damos prioridad en el discurso y en los actos concretos. Hemos comprobado lo doloroso que resulta adaptarse al cambio, una exigencia que las personas no afrontamos en igualdad de condiciones y que explica la diversidad de posturas, desde el alarmismo al negacionismo pasando por el oportunismo. Enfrentarnos todos a la vez al mismo reto ha hecho evidentes los condicionantes socioeconómicos que determinan la salud de las personas, aunque hayamos querido alimentar nuestra ilusión de control apelando (porque eso sí lo podíamos exigir y sancionar desde ya) a la responsabilidad individual. Al mismo tiempo se ha hecho innegable nuestra dependencia del consumo de bienes y servicios. Las semanas de confinamiento estricto quedarán en la memoria colectiva no por el aire limpio de las ciudades y aquel silencio repentino, sino por el carácter de excepción absoluta ante nuestros hábitos de vida y la desorientación vital que trajo consigo, como un anticipo del futuro.

 

En el caso concreto del sector sanitario español la epidemia se topó con unas instituciones de enorme complejidad, sin una misión clara que oriente su propósito, sumidas en una ausencia de verdadera coordinación entre sus regiones y niveles asistenciales, así como una descapitalización monetaria y humana mantenida a lo largo de décadas. Digamos que el sistema sanitario no se encontraba en la mejor situación para enfrentarse a nada más que sus labores tradicionales, para lo cual ya se las veía y deseaba. Lógicamente este sobreesfuerzo ha deshecho un malentendido interesado: la mejor sanidad del mundo era, simple y llanamente, la más eficiente por dar mucho a cambio de muy poco.  

 

A nivel humano los primeros meses de la epidemia supusieron para los sanitarios un esfuerzo físico inmenso, que afrontaron con la urgencia y la energía que nos inunda a las personas ante la catástrofe. Muchos de estos sanitarios buscaban en ocasiones un trabajo adicional en otro centro o alargaban la jornada laboral ante la cantidad de tarea disponible. No pocos nos han confesado también que lo hacían para evitar quedarse a solas y ponerse a pensar, a beber o llorar. Lo que ha venido luego ha sido una conjunción de tres problemas principales: por un lado el trauma de haber visto situaciones o haber tomado decisiones que uno desearía no haber tenido que tomar, por otro lado la pérdida de seres queridos en condiciones horribles, finalmente el duelo por una forma de trabajar que por el momento no volverá. Muchos profesionales venían arrastrando un importante desgaste profesional porque, como pasa sistemáticamente en Atención Primaria, no veían forma humana de practicar su profesión de la manera en que la soñaron, la estudiaron o se convencieron que merecían sus pacientes. La manera de trabajar se ha vuelto repentinamente menos cercana, más fragmentaria y en suma, más fatigosa e insatisfactoria.

 

Y si algo comparten la mayoría de los que nos consultan es la sensación de desamparo, de desprotección, de falta de organización, de liderazgos verdaderamente comprometidos con el bienestar de los profesionales. Quizás los sanitarios que sí han tenido la suerte de trabajar en equipos materialmente dotados y adecuadamente coordinados no han necesitado sentarse frente a un psiquiatra, y por ello mi percepción ande sesgada. Muchos profesionales han encontrado un gran apoyo entre sus compañeros de equipo, sus iguales. Pero desafortunadamente algo me dice que ha predominado lo primero, la sensación de abandono por parte de los responsables institucionales y políticos. Es una intuición que se refuerza cuando veo que esta crisis parece lejos de resolverse y sin embargo no se ha adoptado hasta la fecha ningún cambio organizativo de calado, apostándolo todo a lo hospitalario (UCIs, IFEMA II) y lo tecnológico (vacunas).

 

 

9.- ¿Por qué crees que en ámbito del estudio de las relaciones laborales, siendo como es un ámbito tan principal, ha estado tan apartado o ignorado el enfoque evolucionista?

 

Creo que esto obedece a dos factores principales: uno teórico-institucional y otro más sentimental. En primer lugar examinemos dónde puede uno aprender acerca de cómo las personas trabajan juntas o cómo dirigirlas. Nos encontramos ante dos mundos académicos: la psicología del trabajo, por un lado, y los estudios de administración y dirección de empresas (MBA y similares), por el otro. La raigambre en ambos casos es la misma: el estudio de la humanidad trabajadora se realiza desde la óptica de la empresa, orientada siempre a la mayor productividad (no por casualidad se habla fríamente de recursos humanos). Ambos campos han hecho sus aportaciones, algunas muy valiosas, pero suelen pecar de un cierto descriptivismo superficial (no se apoyan en modelos causales) y tienen mucho de oficio donde cada gurú de éxito racionaliza a posteriori su carrera, rentabilizando la angustia de tantos hombres y mujeres que quisieran saber cómo actuar.

 

A mi juicio estamos faltos de una antropología del trabajo, una teoría sólida de la acción humana dirigida a propósitos. Pienso que el enfoque evolucionista podría ser un pilar sólido (probablemente no el único) sobre el que comenzar a construir. Desafortunadamente la biología, la etología, la psicología comparadas no han formado parte de los intereses académicos de gran parte de la psicología y mucho menos del ámbito del "management". En los pocos casos en que ha existido un enfoque centrado en la biología se ha hecho a partir de simplificaciones absurdas como la idolatría a los supuestos “machos alfa” ultracompetitivos y despiadados. Me pregunto si este alejamiento de lo que verdaderamente sabemos de etología se debe a que intuimos que la relación que tenemos con el trabajo probablemente ningún animal la querría para sí, como llevan sugiriendo durante más de un siglo los teóricos anarquistas.


Por otro lado la ideología que rodea al concepto de trabajo es tan omnipresente que ni la percibimos. Es como el oxígeno que respiramos. Ya se sabe que el sentido común no es más que la ideología dominante, nuestro modo de ver las cosas por defecto. Sólo se percibe transitoriamente cuando algo falla estrepitosamente, como cuando en la anterior crisis económica se llegó a afirmar que “había que refundar el capitalismo”. Esa ideología dominante no es otra que la ideología de la clase dominante, la misma que se mantuvo al mando a pesar del descalabro económico mundial. Por ello no es de extrañar que la grieta se cerrara rápidamente y que sigamos como hemos seguido. Un enfoque centrado en la biología humana, que comprenda el papel de la evolución de las especies y la evolución cultural, no sería una buena noticia para el sistema económico en el que estamos inmersos, que ya se ha demostrado contrario a los individuos. Tampoco lo sería para una necesidad profunda de muchos seres humanos, que es la necesidad de misterio. Como ha afirmado el filósofo Daniel Dennet, late en muchos de nosotros un deseo de excepcionalidad, de romanticismo humanista que hace antipáticas las averiguaciones acerca de los condicionantes de nuestra conducta. Nos resistimos a vernos como lo que somos: animales humanos. En muchas ocasiones preferimos sentirnos libres sin aspirar a conocer la estrechez o la consistencia de nuestro campo de preferencia y acción. 


Hacia el trabajo existe, por tanto, una ceguera general, intencionada y conveniente para múltiples actores. La terapia, como una moneda arrojada al aire, puede servir para engrasar un engranaje y devolverlo cuanto antes a la maquinaria productiva, o bien para alumbrar la grieta de lo instituido y averiguar por qué pensamos y sentimos como lo hacemos. 




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