Autores Gregorio Montero: Doctor Psiquiatra Infantil y Juvenil en Bilbao. Emiliano Bruner: Investigador Paleoneurobiología de Homínidos en CENIEH. |
Los primates destacan, entre otras cosas, por la increíble complejidad de sus sistemas sociales. En los años noventa, Robin Dunbar descubrió que en este grupo zoológico (y solo en este), el tamaño del cerebro es proporcional al tamaño del grupo social: cuanto más grande el cerebro, más capacidad tiene de gestionar relaciones. La correlación era bastante patente para todas las especies del grupo, así que evidentemente los antropólogos se preguntaron si la regla valía también para el primate humano. Con un tamaño cerebral como el nuestro, un primate debería tener un grupo social promedio de unos ciento cincuenta individuos. Empezaron a contar y descubrieron que, efectivamente, este número funcionaba para los núcleos de cazadores-recolectores, para los sistemas rurales, para las agendas telefónicas de los empleados occidentales y, recientemente, incluso para las redes sociales en internet. Hay también círculos de inclusión más grandes y más pequeños, que van desde los amigos íntimos hasta los conocidos sin más, pero el grupo de ciento cincuenta parece ser una constante bastante estable de nuestros modelos sociales. Ciento cincuenta personas, lo que hoy se conoce como «número de Dunbar». Parece entonces que el cerebro da para una cierta cantidad de amigos, poniendo vínculos biológicos y evolutivos al número de personas que somos capaces de gestionar con un apropiado nivel de cuidado mutuo.
Hacer amigos
Los demás
primates hacen amigos con el grooming,
es decir, el acicalamiento social: cuanto más tiempo pase despulgando al
vecino, más amigos voy a tener. Pero, de esta forma, un día entero parece que
solo da para llegar a unos cincuenta amigos, así que el ser humano se inventó
un método más rápido y eficiente para tejer relaciones y mantenerlas: el
lenguaje. Y, sobre este núcleo de ciento cincuenta personas, ha construido sus
modelos sociales, a lo largo de cientos de miles de años. Ahora bien, aunque
respaldado por muchas evidencias, el número de Dunbar no hay que tomárselo demasiado
al pie de la letra. Primero, es un promedio, con sus variaciones para arriba y
para abajo. Segundo, la biología del cerebro es un factor importante, pero no
es el único, y hay que añadirle, por ejemplo, las influencias culturales y, por
qué no, el azar de los eventos históricos y personales. Tercero, hay que
considerar que este número se refiere a la cantidad de personas que nuestro
cerebro puede manejar. Otra cosa es que quiera. Así que, desde luego, es una
referencia importante, porque marca una tendencia y una limitación de nuestro
programa evolutivo de primates, pero entendiendo que se refiere a un valor
general, y no necesariamente a un umbral tajante e inamovible. Pero ahí está, y
nos recuerda que nuestra biología canaliza nuestras potencialidades y nuestras
limitaciones, una información relevante, y que es mejor no obviar a la hora
de planificar y diseñar nuestros comportamientos.
Hordas anónimas
Cuando hemos
empezado a vivir en grandes núcleos urbanos, evidentemente nos hemos llevado
esta limitación a un contexto muy diferente de lo que era su entorno
originario. Como matizaba Konrad Lorenz, hemos empezado a vivir en hordas anónimas
con miles de personas que no conocemos, teniendo que cambiar nuestras
costumbres y nuestras formas de relacionarnos. Y luego, con internet, la cosa
ha ido a más, proyectando nuestros sistemas sociales en una realidad virtual incluso
fuera del tiempo y del espacio. Las consecuencias son muchas. Antes, en las
tribus, nuestros ciento cincuenta amigos se conocían todos entre sí, mientras
que ahora muchos de ellos proceden de contextos diferentes, y no forman un
grupo. El océano social de una gran ciudad y de internet aumenta las
posibilidades, pero crea grupos dispersos, disminuye la fuerza de las
relaciones, desmonta la estructura social, y reduce el contacto local. Somos
primates sociales, necesitamos a este grupo, y no sabemos bien cómo coordinar
un programa prestablecido por la biología evolutiva con una cultura que
introduce muchas veces cambios drásticos y repentinos. Si obsesivamente nos
esforzamos por sobrepasar nuestro número de Dunbar, acabamos estresando mucho
nuestra capacidad mental. Y si no logramos alcanzarlo, nos sentimos solos. En
ambos casos, el primate social acaba siendo un primate extremamente
inteligente, pero triste.
¿El precio
por un cerebro más grande?
A medida que
el grupo humano crecía en consonancia con el volumen cerebral, los humanos nos
enfrentábamos a un enorme desafío. ¿Cómo confiar en el compañero de tribu si no
tenemos tiempo para desparasitarnos o no estamos lo suficientemente cerca para
hacerlo?
Los registros
históricos se hacen eco de incontables batallas y guerras entre pueblos y
civilizaciones desde tiempos inmemoriales. ¿Ambición de poder? ¿O consecuencia de
cerebros y grupos más grandes que no podíamos gestionar y que nos hacían
desconfiar?
Esta
desconfianza no se relaciona solo con guerras y conflictos entre pueblos o
países. Impregna el día a día de las sociedades occidentales: celos en nuestras
relaciones de pareja, rivalidad entre hermanos, dentro de las familias o en
equipos de trabajo; bullying, acoso laboral, xenofobia, racismo… Y la
desconfianza es algo que caracteriza a uno de los trastornos mentales más
severos: la esquizofrenia.
A pesar de
que aún desconocemos la causa de la esquizofrenia, múltiples estudios han
revelado que podría tratarse de un problema
de conectividad entre regiones cerebrales, más que de una pérdida de
neuronas, como se creyó en un principio. Ya sea por exceso, por defecto o
porque las conexiones se
establecen de forma diferente. Y varios autores establecen
que la esquizofrenia podría ser una patología más reciente de lo que creemos,
relacionada con el desarrollo del lenguaje, el crecimiento de los grupos
humanos y la vida
moderna.
Cerebros más
grandes, sociedades más grandes y menos cohesionadas… ¿caldo de cultivo idóneo
para que se desarrollara un trastorno mental como la esquizofrenia? No lo
sabemos, y parece altamente especulativo concluir algo así. Aunque desconocemos
la etiopatogenia de la esquizofrenia, sabemos que existen factores biológicos y
ambientales que aumentan el riesgo de desarrollarla. Sin embargo, quizás el
contenido de los síntomas sí guarde relación con esas sociedades más grandes,
pero menos cohesionadas. Porque la temática más frecuente con diferencia en las
alucinaciones y delirios de las personas con esquizofrenia son las vivencias
paranoides de estar siendo perseguido, amenazado o de que existe un complot
para acabar con tu vida. En una palabra: desconfianza. Una temática muy humana
y que, esta vez sí, podría relacionarse con la incapacidad de gestionar esos ciento
cincuenta individuos. Ciento cincuenta individuos que además desconfían entre
ellos. Porque no se conocen suficientemente entre sí. Y que, más allá de la
esquizofrenia, parece relacionarse con una de las epidemias más severas que
asolan nuestra sociedad: la depresión.
Grupos más
grandes y conectados, pero… ¿Más soledad, depresión y suicidios?
Vivimos en
una extraña paradoja: a pesar de que estamos más «hiperconectados» que nunca entre
nosotros, cada vez nos sentimos más solos, más vacíos y más tristes. El brillo
de smartphones, tablets y ordenadores, contrasta con la falta de luz que
sentimos en nuestras vidas. La promesa de estar más cerca de la familia y
amigos a través de videollamadas, redes sociales y correos electrónicos, da
paso a una sensación de profundo desarraigo que barre nuestra sociedad.
Los índices
de depresión, ansiedad y estrés son cada vez mayores. Los estudios lo reflejan.
La experiencia clínica de médicos, psiquiatras y psicólogos lo confirma. Las
autolesiones e intentos de suicidio en población
adolescente han aumentado en los últimos años en países como Estados Unidos.
«Las tasas de suicidio entre adolescentes y adultos jóvenes han aumentado
constantemente desde el año 2000», sostiene un artículo
de Los Angeles Times. El segmento de la población más expuesto al uso
indiscriminado de las nuevas tecnologías y redes sociales. Y el más sensible a
esos cambios sociales y patrones de relaciones más superficiales y anónimas.
La
digitalización de nuestras relaciones y la extensión de nuestra tribu más allá
de esa cifra de ciento cincuenta individuos nos está dejando graves secuelas. Sabemos
que uno de los principales
precipitantes de autolesiones e ideas de suicidio en adolescentes y adultos
es haber sufrido alguna forma de rechazo social, ya sea el maltrato de pareja, el
bullying o el acoso laboral, el ciberacoso a través de redes sociales,
que aumenta en más del doble el riesgo de que los adolescentes se autolesionen
e intenten suicidarse, como recoge una revisión sistemática reciente. Una
realidad a la que asistimos de forma cada vez más habitual desde los servicios
de salud mental infanto-juvenil. Un problema que debería obligarnos a parar y
hacer una reflexión como sociedad.
El lamento
del mono que llevamos dentro
En definitiva,
al igual que las alteraciones en la conectividad entre regiones cerebrales
puede desembocar en esquizofrenia, ¿es probable que la sustitución de
conexiones sociales y vínculos significativos por conexiones más superficiales
e indiscriminadas nos esté haciendo funcionar como sociedades «esquizofrénicas»,
cada vez más aislados, preocupados, desesperanzados y paranoicos?
Evidentemente,
la pandemia de depresión, estrés y ansiedad que caracteriza nuestras sociedades
se debe a una serie de factores distintos, aunque relacionados. Nuestra misma
capacidad mental, una herramienta poderosa, es un superpoder difícil de
controlar, que conlleva ventajas
y riesgos. En particular, el mismo lenguaje y nuestra increíble capacidad
de proyección en el pasado (recuerdos) y en el futuro (previsiones) nos hacen
sensibles a generar un mundo interno de rumiaciones, miedos e incertidumbres,
que acaban por agotar nuestro presente entre los fantasmas de lo que ya ha
ocurrido y de lo que podría llegar a ocurrir. Así que, quizá, podemos decir que
nuestro paquete cognitivo humano ya viene con una destacada sensibilidad o
vulnerabilidad a ciertos
tipos de desequilibrios, que han caracterizado todas las culturas y
sociedades humanas desde sus orígenes. Pero, claro, si a esto le añadimos una
desestructuración social donde el núcleo de la tribu se vuelve disperso,
desconectado y virtual, generamos un cóctel realmente nefasto.
En los
difíciles tiempos que vivimos, necesitamos escuchar al primate social que
llevamos dentro. Una voz que nos invita a preguntarnos si tanto sufrimiento es
el precio que estaremos pagando por vivir cada vez más hiperconectados, por intentar
superar virtualmente ese límite de ciento cincuenta individuos, pero con
relaciones menos reales, profundas y significativas.
Otra historia
es posible. ¿Qué ocurriría si lográramos salir de esta horda anónima? ¿Cómo nos
sentiríamos si dedicáramos más tiempo a cultivar y cuidar las relaciones con
esas personas más cercanas a las que podemos ver, abrazar y sentir?
Gregorio
Montero y Emiliano Bruner
Muy buen artículo. Bien pensado. Y totalmente de acuerdo con los últimos párrafos....esos vínculos (muchos, pero frágiles ) faltan como tal, no son vínculos reales , no son firmes, no son de amor incondicional.....de ahí que surjan esos sentimientos de persecución y de ahí esas vivencias casi esquizofrénicas......Que sumadas a la falta de límites por quienes deberían ser vínculos seguros y deberían ponerlos comportándose como tal, hacen que nuestras futuras generaciones vayan " perdidas" en este mundo más virtual que real.
ResponderEliminarUn tema para reflexionar, para intentar cambiar cosas .... Y para empezar a escuchar tanto a nuestros sabios mayores como a nuestros pequeños "nuevos" cerebros . Dejemos que piensen , y luego que hablen .
Abrazos !!!!
Esta muy bien explicado. Gracias por la reflexion
ResponderEliminarFelicidades por el artículo y la excelente reflexión final.
ResponderEliminarHoy en día supone un verdadero reto aunar nuestras tendencias biológicas con una sociedad cada vez más compleja, caótica y desligada. Las pocas claves que se nos ofrecen, asumen que todo es posible. Dicen que todo es lenguaje sobre un lienzo en blanco; un fiel reflejo de esta paradoja de omnipotencia, que cuanto más herramientas y más sofisticadas tenemos a nuestro alcance (y paralelamente tanto más renegamos de nuestros límites personales y como especie), más pequeños nos sentimos y menos provistos estamos para adaptarnos a las demandas ambientales.
Nuestra naturaleza, los genes para el aprendizaje de un ambiente social que su vez aprende con nosotros, habla el lenguaje del abrazo y los gestos empáticos en una conversación cotidiana con unos cuantos conocidos de confianza.
Muy acertado y claro.
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