La consciencia es la última frontera. Suponemos que si alguien llegara a conocer perfectamente el mundo físico y las leyes que lo rigen, derivaría de ello un entendimiento de la compleja representación a través de la cual llegó a conocerlo. Pero surge la duda de si la representación que nuestro cerebro hace del mundo nos permite indagar en su propia naturaleza. ¿Puede el análisis en tercera persona de la ciencia adentrarse en las profundidades de la experiencia en primera persona? ¿De qué está hecha la consciencia? Imágenes coloridas, aromas y sabores atrayentes o repelentes, sonidos suaves o bruscos, sensaciones corporales placenteras o dolorosas, voliciones impetuosas o sutiles, reminiscencias tenues o fuertes, símbolos entrelazados en significados, qualia que se unen en una vibrante experiencia subjetiva….todo eso no es fácil de relacionar de forma directa y clara con una red de neuronas disparando potenciales de acción, neurotransmisores cruzando sinapsis e interaccionando con receptores proteínicos o regiones cerebrales especializadas. Sin duda hay algo más, ¿pero qué?
En Tucson, Arizona, se celebró el primer congreso internacional sobre la consciencia en 1994. Entre los ponentes había un filósofo australiano, que dejó las matemáticas por la reflexión sobre el misterio de la mente consciente. En su exposición planteó una de las dicotomías que desde entonces dividiría el campo del naciente estudio de la consciencia. Al conocimiento de este fenómeno de fenómenos, de esta fenomenología, nos podríamos aproximar, con las herramientas cognitivas y técnicas de las que disponemos y podemos disponer, como la curva a la asíntota. Esa aproximación sería el problema “fácil” de la consciencia. No obstante David Chalmers -así se llama el filósofo- dudaba que pudiéramos resolver el problema difícil, consistente en captar el salto del cerebro a la experiencia consciente desde esa misma experiencia.
Mirando cerebros de otros y preguntándoles por sus sensaciones podemos saber qué regiones cerebrales se activan al pensar en una flor o al recordar un suceso traumático. Con un mayor desarrollo de las técnicas de neuroimagen y de biología molecular, podríamos quizás saber muchos más detalles sobre cómo sucede todo en el nivel molecular. No obstante nada de eso serviría para explicar el fenómeno consciente de la flor o el recuerdo.
Susan Blackmore, ya conocida entre nosotros por sus hipótesis sobre los memes, se ha preguntado acerca de la consciencia, llegando incluso a escribir un libro de texto universitario sobre el particular. Pero ha hecho más que preguntarse por ella, dentro de los límites de su propia experiencia, ha preguntado a algunos de aquellos que vienen indagando en ella en los últimos años de forma rigurosa, en lo que podría denominarse como búsqueda científica del alma. El resultado es un libro tras cuya lectura quizás no seamos más conscientes, pero probablemente miremos el mundo, nuestro rico y variado mundo consciente, de otra manera.
Por sus páginas desfilan las consciencias, autoconciencias y yoes de Daniel Dennett, que invita a los lectores a desconfiar incluso de sus mejores intuiciones; de Richard Gregory, con su hipótesis sobre el carácter hipotético de nuestras percepciones; de Thomas Metzinger, que siente que lo que siente es un producto de la evolución, siendo pesimista con un futuro en el que esto queda al descubierto; de Kevin O'Regan, que cree más que nada que somos, en un sentido fundamental, lo que hacemos; de Susan Greenfield, que pretende medir los niveles de inconsciencia farmacológicamente inducidos como camino a la comprensión de su reverso consciente; de Francis Crick y Christof Koch, que se centran en los correlatos neuronales de la consciencia; de Stephen Laberge, lúcido observador de los sueños lúcidos, desde dentro y desde fuera de ellos; de Ned Block, que distingue entre consciencia de acceso y consciencia fenomenica; de Bernard Baars con su teoría del espacio global del trabajo y su teatro de la consciencia sin espectador; de Vilayanur Ramachandrán, que ve en este cosmos una danza de Shiva en la que sólo el ser humano es consciente; de John Searle, con su campo consciente unificado ontológicamente subjetivo, al que podemos aproximarnos con la ciencia objetiva; de Francisco Varela y su neurofenomenología; de Petra Stoerig y la visión ciega; de Max Velmans y su monismo reflexivo, en el que la materia se siente a sí misma; de Patricia y Paul Churchland y su monismo radical del cerebro como máquina causal; de Roger Penrose y Stuart Hameroff con sus microtúbulos y la coherencia cuántica; de Daniel Wegner, la dificultad de suprimir pensamientos que nos proponemos suprimir y la falsa ilusión de control; y por supuesto de David Chalmers con su problema difícil y la propia Susan Blackmore, que vive su vida lo más desprendida del yo que puede.
Todavía estamos muy lejos de haber comprendido lo que es la consciencia: su función, su razón de ser evolutiva, los mecanismos a través de los cuales opera, su naturaleza. Pero la ciencia ha comenzado a abordar los muy difíciles problemas “fáciles” de cómo funciona el cerebro y quizás algún día, después de muchos esfuerzos, desvelos y apasionantes juegos de imaginación, tengamos un acceso a la primera persona desde la tercera, y la consciencia, finalmente, se entienda a sí misma.
En Tucson, Arizona, se celebró el primer congreso internacional sobre la consciencia en 1994. Entre los ponentes había un filósofo australiano, que dejó las matemáticas por la reflexión sobre el misterio de la mente consciente. En su exposición planteó una de las dicotomías que desde entonces dividiría el campo del naciente estudio de la consciencia. Al conocimiento de este fenómeno de fenómenos, de esta fenomenología, nos podríamos aproximar, con las herramientas cognitivas y técnicas de las que disponemos y podemos disponer, como la curva a la asíntota. Esa aproximación sería el problema “fácil” de la consciencia. No obstante David Chalmers -así se llama el filósofo- dudaba que pudiéramos resolver el problema difícil, consistente en captar el salto del cerebro a la experiencia consciente desde esa misma experiencia.
Mirando cerebros de otros y preguntándoles por sus sensaciones podemos saber qué regiones cerebrales se activan al pensar en una flor o al recordar un suceso traumático. Con un mayor desarrollo de las técnicas de neuroimagen y de biología molecular, podríamos quizás saber muchos más detalles sobre cómo sucede todo en el nivel molecular. No obstante nada de eso serviría para explicar el fenómeno consciente de la flor o el recuerdo.
Susan Blackmore, ya conocida entre nosotros por sus hipótesis sobre los memes, se ha preguntado acerca de la consciencia, llegando incluso a escribir un libro de texto universitario sobre el particular. Pero ha hecho más que preguntarse por ella, dentro de los límites de su propia experiencia, ha preguntado a algunos de aquellos que vienen indagando en ella en los últimos años de forma rigurosa, en lo que podría denominarse como búsqueda científica del alma. El resultado es un libro tras cuya lectura quizás no seamos más conscientes, pero probablemente miremos el mundo, nuestro rico y variado mundo consciente, de otra manera.
Por sus páginas desfilan las consciencias, autoconciencias y yoes de Daniel Dennett, que invita a los lectores a desconfiar incluso de sus mejores intuiciones; de Richard Gregory, con su hipótesis sobre el carácter hipotético de nuestras percepciones; de Thomas Metzinger, que siente que lo que siente es un producto de la evolución, siendo pesimista con un futuro en el que esto queda al descubierto; de Kevin O'Regan, que cree más que nada que somos, en un sentido fundamental, lo que hacemos; de Susan Greenfield, que pretende medir los niveles de inconsciencia farmacológicamente inducidos como camino a la comprensión de su reverso consciente; de Francis Crick y Christof Koch, que se centran en los correlatos neuronales de la consciencia; de Stephen Laberge, lúcido observador de los sueños lúcidos, desde dentro y desde fuera de ellos; de Ned Block, que distingue entre consciencia de acceso y consciencia fenomenica; de Bernard Baars con su teoría del espacio global del trabajo y su teatro de la consciencia sin espectador; de Vilayanur Ramachandrán, que ve en este cosmos una danza de Shiva en la que sólo el ser humano es consciente; de John Searle, con su campo consciente unificado ontológicamente subjetivo, al que podemos aproximarnos con la ciencia objetiva; de Francisco Varela y su neurofenomenología; de Petra Stoerig y la visión ciega; de Max Velmans y su monismo reflexivo, en el que la materia se siente a sí misma; de Patricia y Paul Churchland y su monismo radical del cerebro como máquina causal; de Roger Penrose y Stuart Hameroff con sus microtúbulos y la coherencia cuántica; de Daniel Wegner, la dificultad de suprimir pensamientos que nos proponemos suprimir y la falsa ilusión de control; y por supuesto de David Chalmers con su problema difícil y la propia Susan Blackmore, que vive su vida lo más desprendida del yo que puede.
Todavía estamos muy lejos de haber comprendido lo que es la consciencia: su función, su razón de ser evolutiva, los mecanismos a través de los cuales opera, su naturaleza. Pero la ciencia ha comenzado a abordar los muy difíciles problemas “fáciles” de cómo funciona el cerebro y quizás algún día, después de muchos esfuerzos, desvelos y apasionantes juegos de imaginación, tengamos un acceso a la primera persona desde la tercera, y la consciencia, finalmente, se entienda a sí misma.
Aparentemente estan todos los artistas invitados, creo que puede ser mi próxima pesca en la librería.
ResponderEliminarGracias por la recomendación!
No están todos los que son pero son todos los que están, Tay. Yo echo en falta, en especial, a Gerald Edelman.
ResponderEliminar¡Buena pesca!
Y Damasio, que por cierto también estuvo en Arizona.
ResponderEliminarCierto. Su libro sobre la consciencia no está traducido al castellano. A ver si nos responde pronto al cuestionario que le enviamos.
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