domingo, septiembre 11, 2022

Y en el principio fueron las plantas (Entrevista a Aina S. Erice)

Aina S. Erice tratando de abarcar con sus brazos el tronco de un Alcornoque.



Los metazoos, o, dicho en un lenguaje perfectamente inteligible para cualquiera, los animales, conquistaron de forma consistente la tierra firme, desde el inmenso océano, hace en torno a 360 y 300 millones de años, según las estimaciones científicas prevalecientes hasta hace muy poco tiempo. Fueron penetrando profundamente en ella hasta ocupar todos los espacios disponibles. Pero dichos espacios no podían ser solamente un conglomerado de rocas, como cabría esperar si la vida no hubiese "florecido" en ellos. 


Siendo los metazoos heterótrofos (que se alimentan de otros seres vivos) llegaron después de los productores primarios de nutrientes,  en menor número al principio y luego, más adelante, en tropel.


Antes pues que los animales hubieran penetrado tímidamente en los litorales, habían llegado desde el mar otros seres vivos cuyas características les distinguían claramente de ellos y de su voracidad y frenético movimiento (ambos muy vinculados). Se sabe que entre 480 y 450 millones de años, plantas y hongos tomaron tierra, pausada pero tenazmente, y a la zaga fueron los metazoos (recientes estudios apuntan a que no muy a la zaga). Y se va sabiendo que ya desde entonces establecieron relaciones mutuamente beneficiosas entre sí dichas plantas y hongos para hollar y abonar la tierra para hacerla habitable, penetrando horizontal y verticalmente, la dura roca, creando redes y simbiosis. Sin duda era un gran reto encontrar nutrientes para crecer y expandirse en la primera gran expedición fructífera a tierra firme. Los microorganismos extremófilos quizás pudieron habitar desde mucho antes la tierra porque su versátil metabolismo les permitía adaptarse a los entornos más hostiles para la vida, pero no parece que fueran mucho más allá de colonias dispersas de solitarias bacterias y virus, que no prosperaron mucho por su propia naturaleza procariota (bacterias) y cuasi abiótica (virus). 

Las asociaciones celulares de microorganismos eucariotas podían crear algo más que estos, repartiéndose el trabajo entre las células para hacer posible una comunidad orgánica mayor. Los seres pluricelulares surgieron de entre las células eucariotas, y pronto empezaron a crecer y a multiplicarse, muchos, y cada vez más, predominantemente, a través del sexo -hasta ese punto llegaron en su división del trabajo de la dura lucha por la obtención de recursos en competencia con los demás organismos que los buscaban. 


Pero algunos de estos organismos procedían de linajes evolutivos de células eucariotas autótrofas, unas muy particulares que creaban su propio sustento y material de construcción para crecer y expandirse: los organismos fotosintéticos. A partir de CO2, les bastaba la energía proveniente de la luz solar, agua y algunos otros elementos químicos disponibles en su ambiente para "hacerse a sí mismos". Estos eran las plantas, y con ese poder que otorga el valerse en gran parte de sus propias fuerzas y "herramientas" evolutivas, llegaron a la tierra y la tapizaron toda de verde, de un verde clorofila. Sería largo de relatar todo el proceso de la fotosíntesis, pero en resumen se puede afirmar que solamente los organismos capaces de realizar este proceso a través del pigmento clorofílico dentro de unos orgánulos celulares llamados cloroplastos podían adentrarse con seguridad en tierra firme.  Y acompañados acaso un poco más tarde, pero necesariamente en todo caso por los hongos, que no eran ni animales ni plantas pero constituían también un Reino, las plantas pudieron finalmente triunfar sobre el más hostil de los medios. 

Siendo los hongos muy adaptable y muy capaces de conectar (formaban largas hileras de celulas interconectadas (hifas) que avanzaban allá donde hubiera un espacio, por pequeño que fuese, para desintegrar hasta la roca más dura, penetrándolo todo y descomponiéndolo. Muchas rocas se erosionaron convirtiéndose en tierra, y otras fueron erosionadas para extraer de ellas sus minerales. 

Las plantas ascendían hacia arriba en busca de la luz solar, creaban su propia estructura y reservas de alimento, y subterráneamente los hongos que todo lo penetraban obtenían elementos químicos que la planta necesitaba para sus procesos metabólicos…y establecían intercambios con resultados satisfactorios para ambas formas de vida.

El papel de los primeros metazoos y su adaptación a un medio cambiante lo ignoramos, aunque cabe imaginar que los que llegaran poco después de plantas y hongos contribuirían a la creación de los primeros ecosistemas terrestres no microbianos.

Podría decirse que cuando los animales llegaron a la tierra desde el mar en una "oleada", ya tenían un primer jardín del Edén. Y los ecosistemas fueron haciéndose cada vez más complejos por pura competencia y evolución, igual que ocurría en el océano, de modo que el flujo de energía llegase desde los productores primarios, las plantas de la tierra, hasta todos los organismos de la creciente y cada vez más diversa biosfera.


Las plantas, con su aparente quietud (se mueven muchísimo más lentamente que nosotros, pero no dando puntada sin hilo, e hilo no les falta) son la base de la vida de los macroorganismos terrestres. Y eso nos incluye a nosotros, los humanos.


Maravillarse ante su diversidad, ante su geometría fractal, ante su complejidad y su increíble forma de obtener de nuestra estrella más cercana el "pan de la tierra" es muy conceptual. El hecho es que sencillamente no podemos obviarlas fácilmente. Su presencia nos transmite tranquilidad y una conexión con la vida difícil de explicar, quizás porque la mayoría de las veces se produce a nivel subconsciente. Hemos evolucionado dentro de su regazo protector, y las hemos utilizado como alimento, como omnívoros con antepasados frugívoros. Cuando nos vimos parcialmente aislados de ellas al pasar de un ambiente selvático a uno de sabana desarrollamos todas las adaptaciones que nos convirtieron en los omnívoros "civilizados" que ahora somos. ¿Pero con tanta urbe, a quién no le gusta un jardín o un parque? ¿Y una escapada al campo o a la montaña? Ese impulso que preservamos lo han bautizado como biofilia, y el estar lejos de entornos naturales parece ser el reverso, conocido como déficit de naturaleza. 


En El Instinto del Arte, Denis Dutton relataba un estudio realizado transculturalmente para determinar qué tipo de cuadros nos gustaban más. La conclusión era que, frente al arte abstracto, los retratos, las escenas de vida cotidiana, etc., lo que gustaba más eran paisajes verdes despejados con árboles cerca y también un curso de agua. En nuestro cerebro quedó grabado un entorno en el que pudimos sobrevivir y prosperar, y eso era para nosotros la belleza.


Una apasionada de esa belleza, que lo es hasta el punto de empaparse de ella, palpándola y paladeándola, estudiándola, y admirándose y emocionándose conforme la comprende y conoce, es Aina S. Erice.


Ha escrito unos libros de divulgación de obligada lectura sobre el Reino Vegetal. Le preocupa la pérdida de su diversidad, y quiere transmitir lo mucho que representan las plantas en nuestras vidas y cómo nuestra historia misma no puede explicarse bien sin ellas, o debiera decirse que no puede explicarse en absoluto.


Animada por la inteligencia creadora de nuestro gran pensador José Antonio Marina se lanzó a la escritura de su primer libro: La Invención del Reino Vegetal. Era una obra que muestra cómo nos hemos relacionado siempre con las plantas, cómo nuestro ingenio creador se ha servido de ellas, y cuán necesarias nos han sido y siguen siendo.


Siguió un álbum ilustrado infantil sobre las plantas que viven en los cuentos de hadas (Cuéntame, Sésamo: 9 historias sobre los poderes mágicos y reales de las plantas), porque la curiosidad hacia el reino vegetal puede, y debe, cultivarse ya desde nuestra infancia.


Después escribió El Libro de las Plantas Olvidadas, en el que se pone de manifiesto, entre otras cosas, la pérdida de especies por cambios culturales humanos. Elige varias especies cuyo "olvido" le causa particular tristeza.


Y también ha publicado Senderos de Savia, libro que acabo de adquirir… deseando estoy de mover sus "hojas".


Aina S. Erice ha tenido una amabilidad infinita y nos ha respondido unas preguntas para La Nueva Ilustración Evolucionista.

 


 

1.- El Reino Vegetal (y ciertamente con él el Fúngico, tan "enraizados" ambos) se presentan como telón de fondo "inanimado" en la representación que constituye la Historia humana (sólo para espectadores humanos). Tú hablas de "ceguera al verde", pero la deprivación sensorial del "hombre medio" respecto a su medio natural parece ser "omnívora". ¿Cómo podemos preservar la biodiversidad sin sentir su latido?


No estoy muy segura de que la mayoría de seres humanos deseemos no sentir ese latido, y más aún cuando sabemos (y tenemos estudios científicos que lo avalan) que no solo puede actuar como empuje emotivo hacia la conservación biológica, sino que nos beneficia tanto a nivel físico como psicológico.


¿Quién se muere de ganas por sentir las consecuencias del síndrome de déficit de naturaleza, o de la soledad de especie? (Tal vez haya personas que no eviten activamente tales males, pero dudo mucho que alguien los persiga adrede, como un objetivo deseable en sí mismo.)


Otra cosa es que hayamos olvidado la forma de sentir ese latido, como quien olvida un idioma de infancia, y que no sepamos bien cómo volver a aprenderlo, cómo entrenar la percepción y la sensibilidad para re-encantar la mirada y reconocer ese latido.


Pero supongamos, como experimento académico, que ni lo sentimos, ni queremos sentirlo. ¿Podemos preservar la biodiversidad en una situación semejante? 


En primer lugar, no sé hasta qué punto se nos ocurriría la peregrina idea de preservar la biodiversidad. ¿Por beneficio económico? Quizás. ¿Por un imperativo ético racional? Podría ser. Sin embargo, y tal y como está el mundo ahora mismo, se me antoja una vía muy, muy cuesta arriba.


Si preservar la biodiversidad fuese un efecto secundario e involuntario que derivase de nuestras acciones, sin ningún tipo de esfuerzo por nuestra parte, entonces sí, imagino que sería posible. Así, deberíamos diseñar un sistema socioeconómico que tuviese como consecuencia natural y automática la conservación de la biodiversidad. Por desgracia, estamos muy lejos de esta utopía, y alcanzarla requeriría una cantidad de esfuerzo tan grande, que no sé si una persona que ni siente, ni desea sentir el latido de la biodiversidad, sería capaz de comprometerse con un proyecto semejante.


Entonces, resumiendo: creo que debemos esforzarnos para hacer que seamos cada vez más quienes sentimos el latido de la biodiversidad. Creo que eso nos dará las energías y la convicción necesarias para rediseñar sistemas (a nivel individual, familiar, local, global) cuyo éxito no solo nos tenga en cuenta a Homo sapiens, sino también al resto de seres vivos con quienes convivimos.

 

2.- El ser humano ha evolucionado biológicamente, siendo moldeado por el medio, para terminar con su "inteligencia creadora" moldeando el medio a su antojo. En su relación con las plantas ha llevado a una progresiva y acelerada sustitución de ecosistemas biodiversos a monocultivos. Se ha perdido lo que denominas muy acertadamente "agrodiversidad". Diez mil millones de humanos podrían poblar la tierra sobre el año 2050, según algunas estimaciones. ¿No es eso, aunque suene mal, diciéndolo de la especie a la que pertenecemos, una plaga?


Ay, sí suena mal, ¿verdad? Mal que nos pese, si consultamos la definición de diccionario de lo que es una plaga, la cosa no pinta bien. Las primeras líneas de la primera acepción dicen:


«Aparición masiva y repentina de seres vivos de la misma especie que causan graves daños a poblaciones animales o vegetales (…).»


Quizás lo de «repentino» sea discutible, pues depende en buena parte de la escala temporal que tomemos en cuenta (supongo que para las rocas que conforman los Pirineos, cuya existencia se mide a ritmo geológico, sí somos muy repentinos, mientras que para una mosca de la fruta o un paramecio, nuestro crecimiento poblacional es lentíiisimo).


El resto de la definición, por desgracia, nos calza como anillo al dedo.


Con todo, me gusta pensar que llegará el momento en que podremos escurrirnos fuera de esta descripción, y para ello no hace falta imaginar un colapso poblacional dramático. Podemos ser un montón de millones sin ser plaga, siempre y cuando no causemos daños al resto del ecosistema.


Claro que, por el mero hecho de existir, alteramos el ecosistema, como todo ser vivo que se precie: el planeta entero es un reflejo de la intrincada red de relaciones entre la materia viva y la materia no-viva. Y, cuantos más seamos, más grande es esa huella que dejamos a nuestro paso. Aunque la idea de «no dejar huella» sea metafórica y poéticamente hermosa, en sentido biológico estricto, no es factible —ni para nosotros, ni para los algarrobos, los shiitake o las lombrices de tierra. Para mí la clave está en preguntarnos: ¿cómo es la huella que dejamos?


Creo firmemente que no estamos condenados a ser siempre los malos de la película —es más, esta convicción podría resultar contraproducente y hacernos caer en el derrotismo o el fatalismo. Existen ejemplos que muestran cómo el impacto humano no tiene por qué ser dañino para el ecosistemasiempre y cuando nos preocupemos de crear y mantener entornos biodiversos, y sostener la complejidad biológica en lugar de atentar contra ella.


3.- ¿Cuáles son los grandes hitos de la evolución botánica? ¿Cuáles los de la evolución etnobotánica?


Si nos concentramos primero en las plantas, y en las “invencionesclave que les abrieron mundos de posibilidades inimaginables hasta aquel momento, quizás la más reciente haya sido la invención de las flores (o, en términos técnicos, la aparición de las angiospermas, o plantas con flor). Según el registro fósil, las primeras flores aparecen durante el Mesozoico, tiempo de dinosaurios, y se convierten en elementos absolutamente dominantes de la flora a partir de finales del Cretácico.


Sin embargo, las plantas con flor se apoyan sobre los logros conseguidos a partir de otro Top Hit evolutivo en botánica: la invención de la semilla. Los cipreses, el ginkgo, las efedras o las cicadáceas carecen de flores (y, por tanto, de frutos verdaderos también), pero tienen semillas que funcionan estupendamente y les permiten habitar entornos mucho más secos que sus antecesoras.


Pero antes de inventar la semilla, tuvieron que inventar un sistema vascular que facilitase el flujo de agua y nutrientes en los tejidos vegetales. Parece una tontería, pero sin tejido vascular, no existirían los árboles, pues la planta no podría transportar agua a grandes distancias a la velocidad y en cantidad necesarias para garantizar su supervivencia.


Claro que inventar un sistema vascular solo tiene sentido una vez que las plantas han superado la frontera acuática y se han instalado en tierra firme, otro gran hito botánico que no debemos olvidar; y, enfundándonos un bañador, podemos seguir tirando del hilo hasta llegar a la mismísima invención de la fotosíntesis, que los estudios más recientes sitúan en algún momento hace más de 3400 millones de años.


n no eran plantas, pero la semilla (o la espora) del reino plantae ya estaba ahí, en potencia


En cuanto a la evolución etnobotánica —es decir, aquella que traza la relación entre los seres humanos y el reino vegetal, es difícil marcar hitos, porque es una historia poliédrica, increíblemente ramificada, donde cada rama podría cubrir un tipo de relación (gastronómica, simbólica, medicinal, etc.) distinta.


Podemos intentar trazar, por ejemplo, la historia de una rama de la evolución etnobotánica que ha marcado profundamente el devenir de las culturas y civilizaciones humanas: la agricultura (que el Neolítico llevará nombre de piedra, por comodidad arqueológica, pero el proceso que marca su desarrollo es la agricultura). Se han escrito magníficas historias agrícolas, detallando el paso (a menudo muy borroso) de la caza y recolección al cultivo, así como la invención de técnicas como los sistemas de irrigación, la rotación de cultivos (que puede declinarse de distintas formas), los aperos de labranza (la azada y el arado tienen consecuencias distintas a corto y a largo plazo), etc..


Sin embargo, en el resto de relaciones es difícil establecer hitos. A lo sumo, quizás pueden destacarse descubrimientos importantes, como por ejemplo la existencia de plantas psicoactivas con efectos enteogénicos, que pueden tener un peso notable a nivel medicinal, ritual y simbólico, incluso identitario, en una comunidad humana. Pero ¿cómo no considerar también un hito el descubrimiento de las fibras vegetales, de su extracción, purificación, hilado y transformación en textiles —o, más adelante, en láminas de papel? ¿O la magia de las plantas del índigo, cuya forma de tinción es tan singular como misteriosa para las sociedades tradicionales?


E hitos son, también, los casos en que la relación entre personas y plantas se rompe o se debilita. El abandono o la sustitución de un producto vegetal por productos sintéticos, o la mecanización (y, por tanto, deshumanización) de un proceso que antaño nos mantenía cerca de las plantas, son verdaderos hitos (buenos o malos) que han marcado los últimos dos siglos de nuestra historia.


4.- Nos hablas de plantas olvidadas, plantas que una vez el ser humano cultivó y valoró y que ahora se pisotean sin contemplaciones o se ignoran (y crecen lejos de nuestras miradas). ¿Cuáles destacarías especialmente y por qué?


El concepto de planta olvidada se relaciona con la memoria colectiva de una sociedad, pero también con la memoria y las experiencias de cada persona, conque es necesariamente subjetivo. No creo que ello le reste valor, pero siempre tengo presente que no es una definición científica, y que el «olvido cultural» tampoco es una magnitud que podamos medir fácilmente.


Por ello, «mis» plantas olvidadas, de las que me gusta hablar, están ligadas a mis pesquisas etnobotánicas, pero también a mi historia y mis experiencias personales.


Le tengo especial cariño a los preciosos membrilleros (Cydonia oblonga), que dan frutos hermosos y perfumados y tienen anécdotas fascinantes que contar, pero también a los serbales, integrantes del (hoy taxonómicamente desmembrado) género Sorbus, como los jerbos o los cerbellanos, por su simbología, su follaje otoñal que me enamora. Quiero mucho a los acerolos (Crataegus azarolus) y sus hermanos majuelos (C. monogyna), y a los nispoleros (Mespilus germanica), y en general a todos los frutales antiguos que han ido cayendo en el abandono.


Y, en función del momento, tengo a algunas más presentes que a otras; ahora pienso a menudo en las verdolagas (Portulaca oleracea) porque me las encuentro en descampados y aceras, maravillas gastronómicas a las que tan poco caso hacemos; y en los hinojos (Foeniculum vulgare), que crecen altos y hermosos en el descampado con sus umbelas de flores amarillas que huelen a gloria, y que me hacen pensar en maratones y en licores anisados.


¿Son más importantes o dignas de mencionar que las demás? Probablemente no, pero son aquellas que hoy tengo más presentes, cuyo latir, jeje, siento más próximo en estos momentos. Y por eso me hace ilusión compartirlas por aquí :)

 

5.- La fotosíntesis es la savia de la vida. Se ha intentado replicar artificialmente sin, de momento, demasiado éxito. Los ingenieros aeronáuticos analizan las alas de algunas semillas para mejorar sus diseños pero son incapaces de replicar sus propiedades. El Reino Vegetal es una fuente inagotable y primaria no ya de vida, sino de ingenios que superan nuestra comprensión y a veces nuestra imaginación. ¿Qué hay de la inteligencia vegetal? 


Hay personas reacias a aplicar el término «inteligencia» a seres tan distintos de nosotros como los vegetales, los hongos o las bacterias; este no es mi caso. Creo que una definición flexible y biológicamente útil de «inteligencia» no debe tomar como referencia a una especie (la nuestra) y obsesionarse con la modalidad animal y cerebro-céntrica de existir sobre el planeta.


En un artículo de 2017 sobre la inteligencia vegetal, Anthony Trewavas recogía los puntos comunes que suelen atribuirse a la inteligencia, definida como una propiedad que los seres vivos ponen (o no) de manifiesto al interaccionar con su(s) entorno(s), relacionada con el grado de éxito con que alcanzan determinados objetivos (generalmente, la adecuación o fitness biológica), así como con la capacidad para adaptarse a distintos objetivos o entornos. Y, si uno examina con cuidado estas características, y luego examina a las integrantes del reino vegetalno cabe duda de que las plantas, aun declinándola a su manera, son perfectamente capaces de mostrar inteligencia.


A día de hoy tenemos una cantidad de experimentos acumulados que muestran la capacidad de las plantas de percibir, responder a estímulos, modificar su respuesta en función de las condiciones ambientales e incluso de las experiencias que han vivido antes (¡aprendizaje y memoria vegetal!), y de lograr así un mayor éxito biológico en su entorno. Si eso no es inteligencia, que baje Darwin (que era muy vegetófilo, por cierto) y lo vea


Otro asunto distinto y, en mi opinión, a menudo mal entendido, es la consciencia vegetal, que discurre por una vía paralela pero que suele mezclarse con los discursos sobre la inteligencia de las plantas, sus capacidades sensoriales, elaboración de la información, etc.

 

6.- Respecto a la comunicación, muy vinculada a la inteligencia, en particular en nuestra especie social dotada del lenguaje simbólico, ya existía en las plantas hace cientos de millones de años. Ahora se habla de señales químicas aéreas y redes subterráneas, de la Wood Wide Web. No hay Tabla Rosetta ni Champolion para ese lenguaje. ¿Cuánto hemos llegado a entender del mismo?


No sé si algún día llegaremos a responder a esa pregunta, porque para ello deberíamos tener una idea de qué alcance tiene el lenguaje (o los lenguajes) vegetales: si desconocemos cuán grande es el océano que tenemos por delante, ¿cómo asignar un valor porcentual a la parte que creemos conocer?


Tenemos, por supuesto, indicios, datos, modelos que parecen explicar razonablemente bien determinados procesos de comunicación vegetal. Sabemos qué moléculas se liberan en ciertos contextos (¡nos atacan! ¡Falta agua! ¡Busco novia!), y cómo responden las congéneres vegetales que «huelen» la molécula en cuestión. Sabemos a qué tipo de estímulos responden, podemos medir el fluir de ciertas sustancias a través del sistema radicular de especies conectadas entre sí, peronuestro conocimiento es incompletísimo.


Debemos tener en cuenta, además, que solemos extrapolar descubrimientos realizados en un puñado de especies vegetales al reino vegetal entero, y, aunque es razonable pensar que buena parte de estos mecanismos tienen, efectivamente, amplia validez, a menudo no tenemos pruebas duras que lo demuestren. Teniendo en cuenta, por ejemplo, que nos faltan datos sobre la polinización para 9 de cada 10 plantas con flor actualmente descritas… ¡imagina cuántas cosas fascinantes nos quedan aún por investigar!


Lo cual es fantástico, porque no alcanzo a imaginar un mundo más triste que aquel en el que ya lo sabemos todo y lo entendemos todo.

  

7.- ¿En qué proyectos estás embarcada en estos momentos? ¿Qué misterios del Reino Vegetal te gustaría desvelar?


Dado que no estoy formalmente asociada a ninguna institución que se dedique a la investigación, poco voy a desvelar en primera persona respecto a las maravillas que aún nos depara el reino vegetal, pero si pudiese escribir una lista de deseos de misterios que me muero por saber, incluiría cosas como:


- ¿Hasta qué punto podemos decir que los habitantes de un bosque están integrados y funcionan como un único macro-organismo? ¿Qué está pasando bajo tierra?


- ¿De qué forma(s) concreta(s) han influido las plantas en la evolución humana?

 

- ¿Cómo y cuándo llegaron los plátanos a África, exactamente? ¿Y el café a la península arábiga?

 

- ¿Qué se siente siendo una planta? (Un arrayán, por ejemplo, o una ceiba, aunque me conformaría incluso con una Arabidopsis. Esto es absolutamente imposible de averiguar, ahora y siempre, ¡pero no podía faltar en la lista de deseos!)


En este preciso momento estamos dando los últimos toques a Viriditas, un álbum ilustrado sobre mujeres y botánica, editado por A fin de cuentos; y me dispongo a inaugurar la octava temporada del pódcast etnobotánico de mis desvelos, La senda de las plantas perdidas, un proyecto de larga duración que empecé en 2019, y que me alegra descubrir está llegando a mucha gente vegetófila por todo el mundo.


Hay más libros en el vivero literario, jeje, algunos más crecidos y otros en estado más embrionario, pero les dejo que vayan a su ritmo, sin meterles mucha prisa, y aún no sé cuándo van a florecer.

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