viernes, enero 23, 2009

Toda grey tiene su Rey

Hace tiempo especulaba con la posibilidad de que el desarrollo del lóbulo frontal de nuestro cerebro nos hubiera hecho caer en el tiempo. En algún momento de nuestra evolución como homínidos comenzamos a relacionarnos con el entorno y con nuestro congéneres teniendo presente la dimensión temporal, esto es: teniendo presente no sólo el presente sino, dentro de él, en forma de abstracciones recurrentes, también el pasado y el futuro. La conducta ya no estaría pues condicionada con igual intensidad por los genes, y las respuestas se ralentizarían en la medida en que las circunstancias lo permitiesen, al entrar en la ecuación de las mismas nuevos datos provenientes de la experiencia pasada y las expectativas futuras combinados lógicamente (con un orden que respondiera al orden observado en la naturaleza), que harían el procesamiento de información más lento.

El poder mirar atrás y adelante gracias a la capacidad de evocar imágenes mentales complejas en el primer caso y de crearlas en el segundo (en ese juego combinatorio llamado imaginación) nos dio grandes ventajas para sobrevivir tanto como individuos como en grupo. Estas nuevas capacidades hacían las relaciones sociales más estrechas y simultáneamente más fluidas. Robert Trivers, al postular su teoría del altruismo recíproco, apuntaba que para hacer y recibir favores de otro de forma tal que se pudiesen devolver los recibidos y percibir los que no nos son devueltos, era preciso un aparato cognitivo que se proyectase en el tiempo, recordando lo dado y recibido, así como cuando y de quién, para saber cómo habría de obrarse en posteriores ocasiones. El intercambio surgió, sin duda, como ya comenté una vez con un amable comentarista de Desde el Exilio, JFM, con nosotros y con nuestra capacidad de proyectarnos en el tiempo. Desarrollamos unos créditos rudimentarios. No es casualidad que la palabra crédito se emplee tanto en economía para referirse a un instrumento financiero como en el lenguaje corriente para referirse al valor que atribuimos a una persona: goza de mucho crédito o de poco.


Así comenzamos a construir una sociedad compleja. Esta no surgió de ningún contrato social, de ningún pacto entre hombres racionales tras un largo período de lucha encarnizada y hobbesiana de todos contra todos, sino de una evolución gradual y acumulativa, en la que las instituciones fueron surgiendo poco a poco a partir de nuestra naturaleza y sus capacidades exclusivas de proyectar en el tiempo.

El intercambio de favores llevó al de bienes y servicios, y este, por ventaja comparativa ricardiana, a la división del trabajo. Así pudimos aprovechar de una forma cada vez más óptima los recursos del medio. Esto llevó a una mayor supervivencia diferencial respecto a otras especies, a un aumento de la población consiguiente, y esta última a una mayor impersonalización de las relaciones sociales. Esto último podía constituir un serio escollo en nuestra evolución a una mayor complejidad y eficacia biológica y económica en el medio. Hasta cierto punto eran precisos coordinadores. De entre los miembros de los grupos más experimentados, mejor preparados, en las cada vez más diversas áreas, surgieron los jefes. El liderazgo originario, que por ejemplo puede observarse entre los !Kung, era, en la escasez, poco más que un liderazgo natural, fruto directo del éxito en la caza o en otras tareas relevantes para la supervivencia del grupo. Con el crecimiento de la complejidad de las relaciones económicas y sociales surgió la política (de Polis, ciudad griega), fenómeno debido, en definitiva, a la necesidad de una coordinación social y un orden centralizado mínimos. La política operó con tradiciones y después con leyes (sin que las primeras se perdiesen, sino que eran el sustrato del que nacían las segundas). Se trataba, en última instancia, de poner orden al aparente y relativo caos que generaba la dispersión del grupo humano en diversos subgrupos enfrentados. La naturaleza seguía realizando su trabajo, y la gente miraba por su gente. En un grupo grande la tendencia al free riding, es decir, de barrer para casa, se agudizaba, al ser más impersonales las relaciones. Ya no se trataba sólo de que surgieran ladrones y timadores, sino también que muchos aprovechaban el calor del grupo para echarse la siesta.

También se fue dando, con cada vez mayor intensidad, y tanta más cuanto más crecía la sociedad y más dominado tenía el medio, la profesionalización del coordinador, del político, así como variadas formas de parasitismo a costa del grupo de todos los miembros, pero en particular de los coordinadores y sus allegados, que tenían acceso a mayor información y mayor poder. Cada vez surgían más mimetizadores: personas que declaraban realizar una tarea útil, con las vestiduras rituales, pero que no hacían nada (útil). Esa rémora nos ha acompañado desde entonces y, para nuestra desgracia, ha ido creciendo. Todo gran organismo tiene su carga de parásitos. El superorganismo que constituye la sociedad humana no podía dejar de tener los suyos.


Volvamos al principio y recapitulemos un poco, que es fácil perderse en esta sucesión que va de un lóbulo frontal desarrollado, hipertrofiado, a una sociedad compleja llena de free riders parasitarios. En economía se usan los términos corto, medio y largo plazo. Los seres humanos ponemos medios para lograr fines porque jugamos con los plazos. Todo lo que hemos construido se debe a la previsión, a nuestra proyección en el futuro, en el medio y en el largo plazo, y a nuestra capacidad de intercambiar, derivada de esta. En la medida en que somos capitalizadores, que creamos capital, que construimos e intercambiamos, somos prósperos, somos una buena adaptación al medio que optimiza los recursos que este proporciona, que este constituye. En la medida en que nos obcecamos en lo inmediato, en lo fácil, en el corto plazo, en gastar lo acumulado y no crear nada nuevo, somos una pésima adaptación al medio y despilfarramos los recursos que este proporciona, que este constituye. Uno de los grandes peligros de nuestro tiempo es el de que algunos lleguen a creer que podemos convertirnos en un gran rebaño debidamente tutelado. Como bien sabemos los animales gregarios forman grupos para hacer bulto frente a sus depredadores. No interaccionan unos con otros (y menos intercambian), simplemente se juntan. El grupo protege a cada individuo porque es menos probable que él sea la presa en medio de un gran número de potenciales presas. Muchos seres humanos creen que ellos también pueden protegerse en el grupo, como las ovejas. Otros serán los que tiren del carro, otros los que trabajen duro, otros los que afronten los riesgos y peligros de un mundo demasiado hostil y lleno de escasez para que queramos admitirlo. Nosotros daremos según nuestras capacidades (Marx dixit), o sea, dando sólo aquello que no nos cueste dar y que los demás valoren, y ganado un indebido crédito con ello. Se trata de diluir al máximo la Responsabilidad. Pero no somos ovejas, y los mayores depredadores están entre nosotros. Y de entre nosotros siempre surgirán por tanto los lobos adecuados para asumir gustosamente el papel de pastor. Prometerán el Edén, una gran pradera llena de verdes pastos, pero llevarán al rebaño de un erial a otro, chupando mientras tanto la sangre de todas y cada una de las ovejas y acomodándose en este vampirismo.

Podemos usar nuestro cerebro, aprovechar al máximo las potencialidades de las que lo dotó la selección natural, y comportarnos responsablemente, asumiendo nuestro destino. O podemos declinar toda responsabilidad y permitir que sean otros los que nos gobiernen. Esa es nuestra elección.

3 comentarios:

Daniel Barona Narváez dijo...

Buen artículo.
Estoy de acuerdo contigo en lo que has expuesto.
Justamente la clave de dejar de creer o, simplemente, no creer, es asumir la responsabilidad de las cosas exclusivamente sobre uno mismo; es decir, a partir de las acciones que uno realiza o deja de realizar, se van a generar consecuencias diversas, ya sean malas o buenas para nuestros intereses y los de los demás. Asumir nuestra responsabilidad totalmente en la sociedad en la que vivimos no podría hacerse (al menos, no bien) siendo parte de grupos manejados por minorías que se aprovechan, ya que constituiríamos las herramientas, fácilmente manejables y maleables, para que dicha minoría consiga lo que quiere y lo que le conviene.
Está en nuestras manos adaptarnos a nuestro medio en base a la nueva información y al nuevo marco en el que nos encontramos hoy. De hecho, en este mundo cultural tan dinámico, obviar los nuevos conocimientos y permanecer dogmáticamente en ideas ancestrales anticuadas y obsoletas, es algo muy peligroso en muchos sentidos.
Saludos.

Carlos Suchowolski dijo...

Te copio lo que ya te dejé en Desde el Exilio para que "conste" aquí también:

Me siento “obigado” (por mi idiosincrasia, claro) a señalar que pones sobre el tapeta los problemas, pero no acabas de diseccionarlos. Para tomar un solo punto y no extenderme (sobre el tema he opinado mucho muchas veces) te pregunto: si la tendencia manifiesta es el “parasitismo” generalizado… ¿cómo se puede seguir pidiendole “al cerebro” (¿la inteleigencia, la razón, la reflexión…? ¿de quiénes, de todos, de los sabios…?) una reacción correctora (¿la educación forzosa rouseauniana, la “revolución”… “jacobina”, “platónica”…?); cómo se puede pedir (otra) “elección”, “nuestra elección”? Lo que se pregunta Ijon “vuelve” a quedar sin respuesta. ¿Por qué? Esto también hay que responderlo, y quizás al hacerlo se haga más luz para entender por qué los “sabios” o los “reflexivos” no llegan al quid del problema y lo siguen rumiando sin acabar de tragárselo nunca, y de ahí para entender por qué “la gente” sigue, a pesar de los pesares (y de la revolución informática) sosteniendo la sociedad con la que se ha encontrado al nacer y en la que sin cuestionarla va hasta donde pueda adpatándola a sus intereses… Un proceso que viene de lejos, claro, y que ya estaba presente en nuestros antepasados simios. Al respecto, esto me servirá para acabar aquí: ¿no habeis visto acaso mil y un documentales de manadas de simios en donde el mono alfa permanece impávido dejando que lo desparaciten… sus antiparasitarios (o sea, le limpien “sus fosas cépticas”)?
¡Fuera del todo con el idealismo idiosincrático; viva la “revolución” antiidealista! (esto para acabar de verdad y con un poco de humor capcioso).
Un abrazo.

Germánico dijo...

Hola Daniel, gracias. Si uno lo que quiere es adaptarse quizás la opción más lógica sea entrar como sea a formar parte de las minorías "gobernantes". Si uno lo que quiere es que la sociedad humana sea próspera y estable, será al menos consciente de que simplemente adaptarse no es el camino, aunque luego haga "con su cuerpo" (y con su alma) lo que quiera.

Carlos, te respondí allá. Un abrazo.