¿Somos lo que comemos o comemos según somos?. Desde la perspectiva de la medicina evolucionista se aportan evidencias a favor de lo último, si bien el debate no está concluido. Por debajo del mismo subyace otro de mayor amplitud y calado, el de la naturaleza y la crianza. Decir que somos lo que comemos implica que de alguna manera podemos cambiar nuestra naturaleza a través de nuestro ambiente, interiorizándolo en forma de comida. Obviamente, en esta era de la ciencia, nadie en su sano juicio sostiene el pensamiento mágico (generalmente relacionado con la antropofagia) de que al comer a un depredador absorbemos su fuerza, o que al comer animales gregarios nos hacemos más sociables y pacíficos. Si uno decide darse un homenaje con el cerebro de Einstein no aumentará un ápice su inteligencia por ello.
Lo que comemos tiene una gran cantidad de sustancias químicas, si bien, tras el cocinado exhaustivo que realiza nuestro aparato digestivo, lo que quedan son los ladrillos constituyentes esenciales. Por otro lado como dice Marion Nestle, Catedrática de Nutrición en la Universidad de New York, no se puede analizar una dieta a partir de elementos aislados. La dieta es un conjunto, una combinación compleja. Si nos dicen que el chocolate tiene un precursor de la serotonina no debemos por ello deducir que dándonos un atracón del mismo vamos a mejorar notablemente nuestro estado de ánimo. Y esto por varios motivos. El primero y más fundamental el que señala Nestle (vaya apellido para una nutricionista, y más ahora que hablamos de chocolate). El chocolate es una mezcla de numerosísimas moléculas las cuales, convenientemente trituradas, se convierten en una determinada proporción de nutrientes esenciales y de elementos desechables, algunos asimilados, por tanto, y otros tirados por la borda. Si el precursor de la serotonina penetra en la circulación sanguínea y atraviesa la barrera hematoencefálica podrá inundar nuestro cerebro, este tomará, exactamente, lo que precise de él, ni un miligramo más. El resto tendrá un destino incierto.
A mediados del siglo pasado el gran químico americano y premio Nobel Linus Paulin proponía tomar vitaminas a granel, por encima de las que el organismo “reclamaba”, para lograr un efecto antioxidante y alargar la vida. Hasta ahora nada prueba que su intuición fuera cierta. Él llegó a la venerable edad de 93, pero la causa de ello no creo que pudiera encontrarse en algo tan simple como la ingesta de una coenzima. Se ha comprobado, por ejemplo, que el exceso de vitamina C se elimina por la orina. Y así con tantas otras sustancias.
Nuestro organismo se nutre de lo que necesita, y lo demás lo excreta. Así, resulta sorprendente, para muchos, el grotesco fenómeno de la obesidad. ¿Por qué sufrimos esta condena? ¿Por qué no excretamos los kilos que nos sobran?. ¿Es la sociedad capitalista y tecnológica la culpable de nuestra orondez?. La respuesta está en los genes y en la evolución.
José Enrique Campillo Álvarez, Catedrático de Fisiología en la Universidad de Extremadura, expone en “El Mono Obeso” cómo hemos llegado a ser lo que somos, a lo largo de nuestra historia evolutiva, en lo que se refiere a la alimentación. No hay que buscar el origen del problema en el entorno de relativa abundancia, o, al menos, no hay que hacerlo de forma exclusiva. La naturaleza también tiene algo que decir, y está escrito en nuestros genes y leído en cómo se expresan.
Así, la pandemia de obesidad, que hoy afecta también al llamado tercer mundo, donde los nuevos “ricos” se nutren opíparamente de “rica” comida, no es debida a la globalización capitalista, sino a cómo procesamos y asimilamos los nutrientes en nuestro organismo. Esto último se explica asimismo por el entorno (este sí, por operar en el largo plazo, en escala geológica) en el que evolucionó nuestro organismo. Nuestros ancestros pasaron por épocas de gran carestía, en las que los nutrientes no eran fácilmente accesibles y obtenibles. Una dieta basada sobre todo en vegetales de dificultosa asimilación y escasas proteínas provenientes de insectos y pequeños animales era ya de por sí escasa, pero si además se daba la circunstancia de que las fuentes de nutrientes tenían un fuerte componente estacional o, pero aún, eran casi permanentemente escasas, el desarrollar un aparato fisiológico y metabólico que facilitase acumular reservas en épocas de abundancia sería favorecido por la selección natural.
¿Somos lo que comemos?. Eso es algo indiscutible si analizamos a nivel atómico. De las moléculas en adelante la cosa se complica, no resulta obvio en absoluto. La otra opción, que comemos según somos, se presenta más plausible.
Muchas moléculas afectan a nuestro comportamiento –aquellas que entran en el cerebro- pero lo hacen en el corto plazo (los llamados psicotrópicos). Nuestro estado de ánimo y nuestro comportamiento son un equilibrio químico autorregulado a partir de las instrucciones de los genes. Los imputs ambientales pueden producir subidas o bajadas importantes en el primero y cambios drásticos en el segundo, pero la tendencia es siempre a un equilibrio, que se corresponde con la homeostasis particular del organismo. Quien busca placer en las drogas parte de un desequilibrio específico que queda parcialmente satisfecho con su consumo. Como dice Damasio esto crea un mapa falso del estado del organismo, lo cual puede llevar a una serie de cambios concatenados que también afectarán a la morfología y a la fisiología.
Por otro lado, los nutrientes, que operan más sutilmente y a más largo plazo, suelen afectar a nuestra morfología y a nuestra fisiología a través del tejido adiposo y su regulación. En ello hay también un equilibrio interno autorregulado que raramente rompe el ambiente, un ciclo, una cibernética imbricada de feedbacks entrelazados, en la que moléculas tales como la leptina o la insulina y sus receptores en el cerebro y el cuerpo marcan cual es el estado del organismo en un momento dado. Oscilamos en torno a un centro. Decir, sin embargo, que es imposible engordar o adelgazar es excesivo. Lo que sucede es que ese equilibrio puede romperse con una acción decisora y decisiva que, si nos atenemos a las demandas del cuerpo de alimento, es contranatura, y por tanto cultural. Así la gula o la abstinencia producen malestar, y la bulimia o la anorexia, son desequilibrios mentales, no físicos.
Somos capaces de enfrentarnos a nosotros mismos para cumplir con expectativas sociales y culturales. Y esto, como decía hace un momento, es, visto desde cierta perspectiva, contranatura. No lo es, en cambio, si miramos a la mente, al cerebro, que es parte del cuerpo, a fin de cuentas. Hay dentro de ella una lucha entre los memes y los genes, entre los apetitos y las convenciones, que son otra clase de apetitos (de nuestra naturaleza social). Que esta contradicción, que esta lucha, pueda producirse, se debe a que la isocorteza (neocorteza) se superpone al sistema límbico de forma chapucera por esa gran chapucera que es la evolución. Nuestro yo inconsciente, primitivo, irracional, “animal” si se quiere, demanda más nutrientes de los necesarios porque aquellos de nuestros antecesores que se convirtieron en nuestros ancestros lo hicieron, para acumular reservas grasas y así sobrevivir. Nuestro yo consciente, social, “espiritual”, humano, “racional”, no ve razones para tomar más que lo preciso para sobrevivir con salud, y ve muchas para no excederse, tanto estéticas como médicas. Y ambos yoes luchan sin cuartel por hacer prevalecer sus “razones”, unas evolutivas y perentorias, otras adquiridas y plenamente convincentes.
Si vamos al supermercado y encontramos los estantes llenos de apetitosos e insalubres manjares, si abrimos la nevera y encontramos tentaciones culinarias, la culpa no es, como señala Nestle en su artículo del último número de Investigación y Ciencia, de que el Estado promueva, o deje pasar y deje estar, espurios intereses de la industria alimentaria, sino de que los monos obesos demandamos alimentos grasos y azucarados en cantidades mayores de las que precisa nuestro organismo para mantenerse vivo y sano. Y en que no lo quemamos, pero eso es otra historia.
Lo que comemos tiene una gran cantidad de sustancias químicas, si bien, tras el cocinado exhaustivo que realiza nuestro aparato digestivo, lo que quedan son los ladrillos constituyentes esenciales. Por otro lado como dice Marion Nestle, Catedrática de Nutrición en la Universidad de New York, no se puede analizar una dieta a partir de elementos aislados. La dieta es un conjunto, una combinación compleja. Si nos dicen que el chocolate tiene un precursor de la serotonina no debemos por ello deducir que dándonos un atracón del mismo vamos a mejorar notablemente nuestro estado de ánimo. Y esto por varios motivos. El primero y más fundamental el que señala Nestle (vaya apellido para una nutricionista, y más ahora que hablamos de chocolate). El chocolate es una mezcla de numerosísimas moléculas las cuales, convenientemente trituradas, se convierten en una determinada proporción de nutrientes esenciales y de elementos desechables, algunos asimilados, por tanto, y otros tirados por la borda. Si el precursor de la serotonina penetra en la circulación sanguínea y atraviesa la barrera hematoencefálica podrá inundar nuestro cerebro, este tomará, exactamente, lo que precise de él, ni un miligramo más. El resto tendrá un destino incierto.
A mediados del siglo pasado el gran químico americano y premio Nobel Linus Paulin proponía tomar vitaminas a granel, por encima de las que el organismo “reclamaba”, para lograr un efecto antioxidante y alargar la vida. Hasta ahora nada prueba que su intuición fuera cierta. Él llegó a la venerable edad de 93, pero la causa de ello no creo que pudiera encontrarse en algo tan simple como la ingesta de una coenzima. Se ha comprobado, por ejemplo, que el exceso de vitamina C se elimina por la orina. Y así con tantas otras sustancias.
Nuestro organismo se nutre de lo que necesita, y lo demás lo excreta. Así, resulta sorprendente, para muchos, el grotesco fenómeno de la obesidad. ¿Por qué sufrimos esta condena? ¿Por qué no excretamos los kilos que nos sobran?. ¿Es la sociedad capitalista y tecnológica la culpable de nuestra orondez?. La respuesta está en los genes y en la evolución.
José Enrique Campillo Álvarez, Catedrático de Fisiología en la Universidad de Extremadura, expone en “El Mono Obeso” cómo hemos llegado a ser lo que somos, a lo largo de nuestra historia evolutiva, en lo que se refiere a la alimentación. No hay que buscar el origen del problema en el entorno de relativa abundancia, o, al menos, no hay que hacerlo de forma exclusiva. La naturaleza también tiene algo que decir, y está escrito en nuestros genes y leído en cómo se expresan.
Así, la pandemia de obesidad, que hoy afecta también al llamado tercer mundo, donde los nuevos “ricos” se nutren opíparamente de “rica” comida, no es debida a la globalización capitalista, sino a cómo procesamos y asimilamos los nutrientes en nuestro organismo. Esto último se explica asimismo por el entorno (este sí, por operar en el largo plazo, en escala geológica) en el que evolucionó nuestro organismo. Nuestros ancestros pasaron por épocas de gran carestía, en las que los nutrientes no eran fácilmente accesibles y obtenibles. Una dieta basada sobre todo en vegetales de dificultosa asimilación y escasas proteínas provenientes de insectos y pequeños animales era ya de por sí escasa, pero si además se daba la circunstancia de que las fuentes de nutrientes tenían un fuerte componente estacional o, pero aún, eran casi permanentemente escasas, el desarrollar un aparato fisiológico y metabólico que facilitase acumular reservas en épocas de abundancia sería favorecido por la selección natural.
¿Somos lo que comemos?. Eso es algo indiscutible si analizamos a nivel atómico. De las moléculas en adelante la cosa se complica, no resulta obvio en absoluto. La otra opción, que comemos según somos, se presenta más plausible.
Muchas moléculas afectan a nuestro comportamiento –aquellas que entran en el cerebro- pero lo hacen en el corto plazo (los llamados psicotrópicos). Nuestro estado de ánimo y nuestro comportamiento son un equilibrio químico autorregulado a partir de las instrucciones de los genes. Los imputs ambientales pueden producir subidas o bajadas importantes en el primero y cambios drásticos en el segundo, pero la tendencia es siempre a un equilibrio, que se corresponde con la homeostasis particular del organismo. Quien busca placer en las drogas parte de un desequilibrio específico que queda parcialmente satisfecho con su consumo. Como dice Damasio esto crea un mapa falso del estado del organismo, lo cual puede llevar a una serie de cambios concatenados que también afectarán a la morfología y a la fisiología.
Por otro lado, los nutrientes, que operan más sutilmente y a más largo plazo, suelen afectar a nuestra morfología y a nuestra fisiología a través del tejido adiposo y su regulación. En ello hay también un equilibrio interno autorregulado que raramente rompe el ambiente, un ciclo, una cibernética imbricada de feedbacks entrelazados, en la que moléculas tales como la leptina o la insulina y sus receptores en el cerebro y el cuerpo marcan cual es el estado del organismo en un momento dado. Oscilamos en torno a un centro. Decir, sin embargo, que es imposible engordar o adelgazar es excesivo. Lo que sucede es que ese equilibrio puede romperse con una acción decisora y decisiva que, si nos atenemos a las demandas del cuerpo de alimento, es contranatura, y por tanto cultural. Así la gula o la abstinencia producen malestar, y la bulimia o la anorexia, son desequilibrios mentales, no físicos.
Somos capaces de enfrentarnos a nosotros mismos para cumplir con expectativas sociales y culturales. Y esto, como decía hace un momento, es, visto desde cierta perspectiva, contranatura. No lo es, en cambio, si miramos a la mente, al cerebro, que es parte del cuerpo, a fin de cuentas. Hay dentro de ella una lucha entre los memes y los genes, entre los apetitos y las convenciones, que son otra clase de apetitos (de nuestra naturaleza social). Que esta contradicción, que esta lucha, pueda producirse, se debe a que la isocorteza (neocorteza) se superpone al sistema límbico de forma chapucera por esa gran chapucera que es la evolución. Nuestro yo inconsciente, primitivo, irracional, “animal” si se quiere, demanda más nutrientes de los necesarios porque aquellos de nuestros antecesores que se convirtieron en nuestros ancestros lo hicieron, para acumular reservas grasas y así sobrevivir. Nuestro yo consciente, social, “espiritual”, humano, “racional”, no ve razones para tomar más que lo preciso para sobrevivir con salud, y ve muchas para no excederse, tanto estéticas como médicas. Y ambos yoes luchan sin cuartel por hacer prevalecer sus “razones”, unas evolutivas y perentorias, otras adquiridas y plenamente convincentes.
Si vamos al supermercado y encontramos los estantes llenos de apetitosos e insalubres manjares, si abrimos la nevera y encontramos tentaciones culinarias, la culpa no es, como señala Nestle en su artículo del último número de Investigación y Ciencia, de que el Estado promueva, o deje pasar y deje estar, espurios intereses de la industria alimentaria, sino de que los monos obesos demandamos alimentos grasos y azucarados en cantidades mayores de las que precisa nuestro organismo para mantenerse vivo y sano. Y en que no lo quemamos, pero eso es otra historia.
5 comentarios:
Leí el articulo y me gusto. Me gusto la parte donde hablas de la lucha que hay en la mente por la manera en que ha evolucionado el cerebro.
Me alegro que te haya gustado Emprendeus.
Por cierto que puse a circular por email el archivo con la Tabla Rasa y ha sido todo un éxito.
Muy interesante, a veces me había dado por pensar de manera un poco intuitiva que realmente es una mejor adaptación evolutiva la del que come poco y engorda que la del que come mucho y no lo hace, en un entorno hostil el primero tiene mas probabilidades de sobrevivir, auqnue socialmente e s justo lo contrario.
Saludos
Genial. Yo hace rato estaba buscando ese libro en todas partes, en librerias, en el emule en google pero no habia caso, no estaba.
Debe ser que hace poco a alguien le dio por digitalizarlo y se le agradece enormemente.
Ya voy en el 3 Capitulo y me a sorprendido gratamente. Ojala que mucha mas gente lo lea. Estoy pensando pasar ese libro junto con otro a Audio. Asi mas gente se entera de la PE.
Saludos
Tus intuiciones, Gesualdo, eran la clave del asunto.
Emprendeus, la lectura de Pinker es obligada si a uno le interesan la psicología evolucionista y la evolutiva (llamada también psicología del desarrollo). Pero es una obligación muy grata de cumplir, como estás comprobando.
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