Cuando Zapatero dijo que en España teníamos que lograr una “democracia avanzada” no hacía más que citar literalmente la Constitución Española, en la que se insta a los poderes públicos a promover las condiciones que lleven a ella.
La esencia claramente socialdemócrata y progresista de nuestra Constitución no puede ser puesta en duda por nadie que tenga mínimamente asentados en su mente los conceptos políticos elementales. Nuestro ordenamiento jurídico tiene en su cúspide un mandato socializante, una norma constituyente, originaria, cuyo espíritu debe guiar todas las leyes que el pueblo español soberano se de a sí mismo a través de sus representantes, que dice “hay que progresar, hay que igualar”. No es extraño pues que leyes tales como la de paridad no sólo no contravengan sus principios, sino que además los desarrollen.
La idea de Progreso (lo pondré con mayúsculas para darle el énfasis que merece) está indisolublemente unida a la de igualdad, la Democracia Avanzada solamente puede lograrse igualando a los ciudadanos, lo cual se logra asimismo convirtiéndolos en eso, en ciudadanos, que es cosa muy distinta de individuos.
Todo este conjunto de ideas socializantes, progresistas e igualitarias forma un auténtico sistema de pensamiento perfectamente coherente, defendido por diversas escuelas de derecho, sociología, economía, filosofía e incluso biología cuyo poder e influencia no pueden ser subestimados. El pensamiento de izquierdas se nutre de una amalgama de todas esas corrientes, cribada y simplificada por la cultura popular y transformada en tópicos que se manejan como auténticos axiomas, como principios incontestables e indiscutibles.
La idea de que debe avanzarse en la democratización de la sociedad, camino de Progreso social, económico y político, se antoja inapelable si se parte de esta concepción grosera y no se aplica un mínimo sentido crítico. Paradójica y lamentablemente se califica de críticos a quienes mantienen estas ideas, porque denuncian desigualdades reales o figuradas. Cuando alguien tiene la osadía de sugerir que la desigualdad es algo natural, es más, incluso conveniente, para el funcionamiento de la misma naturaleza, o de nuestra sociedad, que no es más que una extensión humana de la misma, tiene que soportar a los “críticos” acríticos que hablan en nombre de la suprema idea de Igualdad, y de la suprema idea de Progreso que le sirve de instrumento de acción en la sociedad y en la política.
El ideal de los progresistas es una sociedad en la que todos sean “sabios” y todos colaboren, en la que no se mire el interés personal y se hagan sacrificios por la colectividad. Todos firmarían un contrato social con cada una de sus acciones, todos serían “buenos”, todos harían lo correcto, que no sería otra cosa que ejercer como “ciudadanos” y desaparecer como “individuos”. Y ese ideal utópico contrasta conceptualmente con la idea y choca frontalmente con el hecho del egoísmo, esa Realidad (con mayúsculas) que, pese a que la quieran caricaturizar como algo casi solipsista, resulta ser una tendencia social potentísima. Uno favorece a sus parientes, a sus amigos, a quienes asimismo le favorecen. Esto se ve ya en un nivel rudimentario entre nuestros “parientes” los chimpancés o los bonobos. Uno ejerce la violencia sobre aquel al que considere un peligro contra su persona o sus intereses, o, si le falta valor por ver que tiene las de perder, acepta la transacción desventajosa de dar a otro de lo suyo.
El egoísmo es un motor de la evolución mucho más ajustado que el altruismo, aunque este último debe quedar circunscrito por el primero, dado que es una forma elegante y sutil del mismo en sociedades complejas. En estas el altruismo funciona solamente en el nivel micro, es decir, entre individuos. Esto tiene pleno sentido si atendemos al entorno evolutivo en el que se desarrolló, en el que los grupos humanos eran pequeños y todos se conocían personalmente entre sí, siendo el extraño un enemigo natural. La sociedad como entidad impersonal, cuya titularidad se arroga el Estado, no puede ser ni egoísta ni altruista, ni igualitaria ni desigualitaria (esto último no implica que no pueda haber distintas desviaciones típicas de la renta media). Las ficticias abstracciones que se han construido en teoría social que atribuyen una especie de alma al colectivo sirven también para atribuir a este intenciones y acciones. Pero solamente los INDIVIDUOS tienen intenciones y ejecutan acciones.
Progresar no es evolucionar. Progresar es mejorar a partir de un plan consciente. Y mejorar supone hacernos más nobles, más buenos, más sociales, menos egoístas, es decir, CAMBIAR nuestra naturaleza. Así pues el progresismo resulta ser una especie de confianza cándida en -y en algunos casos una voluntad violenta de- el cambio, de la transformación, de la transfiguración del individuo a través de la metamorfosis de la sociedad y sus instituciones. Pero, para sorpresa de todos los buenistas y bienpensantes que han intentado llevar a la práctica sus ideales y principios morales, la metamorfosis es la de Kafka, y la creación devora al creador, convirtiéndolo en justo lo contrario de lo que se proponía, un Señor Feudal al mando de una cohorte de proletarios. Se logra, en efecto, una igualdad, en la pobreza y la barbarie.
Desigualdad es diversidad, y esta riqueza, y esta última es igualdad económica y cultural (dentro de los límites intraspasables que impone la naturaleza). ¿Para cuando comprenderán esto nuestros progresistas de corte y confección estalinista, ups, perdón, estatalista?.
La esencia claramente socialdemócrata y progresista de nuestra Constitución no puede ser puesta en duda por nadie que tenga mínimamente asentados en su mente los conceptos políticos elementales. Nuestro ordenamiento jurídico tiene en su cúspide un mandato socializante, una norma constituyente, originaria, cuyo espíritu debe guiar todas las leyes que el pueblo español soberano se de a sí mismo a través de sus representantes, que dice “hay que progresar, hay que igualar”. No es extraño pues que leyes tales como la de paridad no sólo no contravengan sus principios, sino que además los desarrollen.
La idea de Progreso (lo pondré con mayúsculas para darle el énfasis que merece) está indisolublemente unida a la de igualdad, la Democracia Avanzada solamente puede lograrse igualando a los ciudadanos, lo cual se logra asimismo convirtiéndolos en eso, en ciudadanos, que es cosa muy distinta de individuos.
Todo este conjunto de ideas socializantes, progresistas e igualitarias forma un auténtico sistema de pensamiento perfectamente coherente, defendido por diversas escuelas de derecho, sociología, economía, filosofía e incluso biología cuyo poder e influencia no pueden ser subestimados. El pensamiento de izquierdas se nutre de una amalgama de todas esas corrientes, cribada y simplificada por la cultura popular y transformada en tópicos que se manejan como auténticos axiomas, como principios incontestables e indiscutibles.
La idea de que debe avanzarse en la democratización de la sociedad, camino de Progreso social, económico y político, se antoja inapelable si se parte de esta concepción grosera y no se aplica un mínimo sentido crítico. Paradójica y lamentablemente se califica de críticos a quienes mantienen estas ideas, porque denuncian desigualdades reales o figuradas. Cuando alguien tiene la osadía de sugerir que la desigualdad es algo natural, es más, incluso conveniente, para el funcionamiento de la misma naturaleza, o de nuestra sociedad, que no es más que una extensión humana de la misma, tiene que soportar a los “críticos” acríticos que hablan en nombre de la suprema idea de Igualdad, y de la suprema idea de Progreso que le sirve de instrumento de acción en la sociedad y en la política.
El ideal de los progresistas es una sociedad en la que todos sean “sabios” y todos colaboren, en la que no se mire el interés personal y se hagan sacrificios por la colectividad. Todos firmarían un contrato social con cada una de sus acciones, todos serían “buenos”, todos harían lo correcto, que no sería otra cosa que ejercer como “ciudadanos” y desaparecer como “individuos”. Y ese ideal utópico contrasta conceptualmente con la idea y choca frontalmente con el hecho del egoísmo, esa Realidad (con mayúsculas) que, pese a que la quieran caricaturizar como algo casi solipsista, resulta ser una tendencia social potentísima. Uno favorece a sus parientes, a sus amigos, a quienes asimismo le favorecen. Esto se ve ya en un nivel rudimentario entre nuestros “parientes” los chimpancés o los bonobos. Uno ejerce la violencia sobre aquel al que considere un peligro contra su persona o sus intereses, o, si le falta valor por ver que tiene las de perder, acepta la transacción desventajosa de dar a otro de lo suyo.
El egoísmo es un motor de la evolución mucho más ajustado que el altruismo, aunque este último debe quedar circunscrito por el primero, dado que es una forma elegante y sutil del mismo en sociedades complejas. En estas el altruismo funciona solamente en el nivel micro, es decir, entre individuos. Esto tiene pleno sentido si atendemos al entorno evolutivo en el que se desarrolló, en el que los grupos humanos eran pequeños y todos se conocían personalmente entre sí, siendo el extraño un enemigo natural. La sociedad como entidad impersonal, cuya titularidad se arroga el Estado, no puede ser ni egoísta ni altruista, ni igualitaria ni desigualitaria (esto último no implica que no pueda haber distintas desviaciones típicas de la renta media). Las ficticias abstracciones que se han construido en teoría social que atribuyen una especie de alma al colectivo sirven también para atribuir a este intenciones y acciones. Pero solamente los INDIVIDUOS tienen intenciones y ejecutan acciones.
Progresar no es evolucionar. Progresar es mejorar a partir de un plan consciente. Y mejorar supone hacernos más nobles, más buenos, más sociales, menos egoístas, es decir, CAMBIAR nuestra naturaleza. Así pues el progresismo resulta ser una especie de confianza cándida en -y en algunos casos una voluntad violenta de- el cambio, de la transformación, de la transfiguración del individuo a través de la metamorfosis de la sociedad y sus instituciones. Pero, para sorpresa de todos los buenistas y bienpensantes que han intentado llevar a la práctica sus ideales y principios morales, la metamorfosis es la de Kafka, y la creación devora al creador, convirtiéndolo en justo lo contrario de lo que se proponía, un Señor Feudal al mando de una cohorte de proletarios. Se logra, en efecto, una igualdad, en la pobreza y la barbarie.
Desigualdad es diversidad, y esta riqueza, y esta última es igualdad económica y cultural (dentro de los límites intraspasables que impone la naturaleza). ¿Para cuando comprenderán esto nuestros progresistas de corte y confección estalinista, ups, perdón, estatalista?.
8 comentarios:
Quién dijo que la batalla de las ideas estaba perdida?
Ay, Astur-Leonés, yo creo que la batalla de las ideas se ganó hace mucho, pero en el terreno más sólido y tangible de los intereses (que no más sólido y tangible científicamente) y en ese otro también difuso pero compulsivo y activante, y muy vinculado al anterior, de las emociones, la cosa está más que perdida, y las ideas están en retroceso frente a los viejos intereses que se disfrazan de nuevas políticas (sociales).
Pero sigamos siendo críticos (de verdad).
Enlazo este post por estar muy relacionado con el tema tratado.
Gran entrada.
Gracias, Harto de ZP. A ver si me sirve para despertar o reorientar el sentido crítico de algún progre de bien, aunque lo dudo.
En general las utop�as igualitaristas molan. Son simp�ticas y c�modas.
Lo chungo es defender el esfuerzo como fuente de progreso y lo guay que el gobierno protector todopoderoso me garantice ese progreso "porque yo lo valgo".
Luego viene la cruda realidad y lo jode todo, pero con cerrar los ojos....
'A ver si me sirve para despertar o reorientar el sentido crítico de algún progre de bien'
# Germánico, el gran obstáculo es que los giliprogres tienen que saber leer y comprender lo que leen.
Pedir que ademaś reflexionen sobre lo leído es ya una utopía.
Jejejejeee Cerrajero, yo diría que muchos de ellos están correctamente alfabetizados, su analfabetismo es funcional, son incapaces de comprender (porque se sienten cómodos y seguros en el autoengaño) que en la vida hay lucha, no sólo esfuerzo como señala Ijon, sino auténtica LUCHA por los recursos, y que ello lleva a abusos, que solamente pueden ser contrarrestados por la libre concurrencia (dónde unos egoísmos se anulan contra los otros). Los abusones se disfrazan de benefactores, venden sueños y utopías, y puede que, en algunos casos, hasta se engañen a sí mismos. Entre la confianza cándida de unos –sean por incultura o por falta de deseo de mirar a la cara a la realidad y vivir en el mundo de los Teletubbies- y los intereses espurios de otros (que constituyen auténticos “partidos” y grupos de presión), se forma una sinergia destructora de capital cuya intensidad da la medida de la Decadencia de nuestra sociedad.
Publicar un comentario