Una sociedad con muchos jóvenes es una sociedad peligrosa. La juventud es creativa, pero también explosiva. La gerontocracia informal modera, con sus instintos declinantes, la violencia del grupo. Aunque siempre hay viejos locos –la locura de la juventud la damos por supuesta-, la fuerza del número de hombres y mujeres sensatos, también conformistas, mayores y de mediana edad, apaga sus chillonas voces, convirtiéndolas en un ridículo extremismo.
También una sociedad muy masculina supone un riesgo. El dios Ares mora en el alma de los hombres. El macho humano es más dado a proyectarse en la sociedad, más allá del ámbito fundamental, aunque reducido, de la familia y las amistades, ese marco microeconómico tan necesario para el liberalismo, y de concordia y amor tan importante para una moral bien dimensionada, cimiento de cualquier Civilización que merezca tal nombre. El varón sale “de caza”, abandona las cuatro paredes de la morada para respirar el aire del ágora, se hace más político y más guerrero. Dispone de más fuerza física y de más agresividad por que siempre cazó, sí, pero también porque compite con otros varones desde tiempos inmemoriales (de los que solo guarda memoria el genoma) por las mujeres y por los recursos, captados para atraer a las mujeres, guiado por la selección sexual. Y esa fuerza también la expresa en su mente, tan abierta para algunas cosas y tan cerrada para otras.
Y una sociedad racionalista es, asimismo, inquietante. Cuando lo apolíneo pretende eliminar a lo dionisiaco, cuando los significados se solidifican e impera el verbo sobre el sentido último, el presente sobre el pasado, la “verdad” sobre la costumbre y el pragmatismo simplista sobre el ritual aparentemente absurdo, un cortoplacismo que mira a un horizonte temporal muy limitado, petrificado en las certidumbres de un presente pretendidamente superior a todo lo que le precedió, puede llevar a la ruina, en nombre un progreso mal entendido, mal concebido, a una civilización.
La sociedad es un precario equilibrio, en el que conviene que no predomine demasiado la fuerza centrífuga –que se hace llamar centrípeta- de ningún vector. A Cioran le maravillaba que la gente no se matara por las calles, que hubiera una paz armada tan consistente entre seres innatamente egoístas y violentos. Ortega creía que no había ninguna “sociedad como tal”. Smith consideraba que el interés individual promovía el bien común. Montesquieu pensaba que factores tales como el clima (y, en fin, otros ecológicos) condicionaban de forma notable la psicología de los pueblos y, por tanto, el espíritu de sus leyes –y su trasfondo moral, más o menos relajado.
Quizás un estudio demográfico pueda arrojar más datos que una reflexión académica o una opinión escupida tras una observación in situ de algún conflicto supuestamente representativo. La distribución por edades y sexos tiene su importancia. También la tienen el clima, la geografía y la cultura, y en este mundo globalizado lo abierta o cerrada que sea la sociedad al intercambio. Todos los factores antedichos se relación, además, de forma tan sutil que nuestra mente se pierde en su combinatoria y su casuística, atendiendo a correlaciones espurias y pasando por alto las significativas. Por no hablar de quienes se ciñen al caso o a la anécdota para extraer conclusiones de carácter global. Pero en principio me quiero centrar en el tercer punto que he señalado. Leyendo “Arte, Mente y Cerebro” de Howard Gardner me encuentro este pasaje, dentro de un capítulo en el que el autor habla de la vida y obra de Susanne Langer, una artista en el estudio del arte:
Las últimas páginas del libro de Langer reflejaban las tendencias del mundo de la época. A comienzos de la peor guerra de la historia (2ª G.M), no resulta sorprendente que Langer haya pintado un panorama sombrío de “la sustancia del significado” en su sociedad. Veía a un mundo en el que se ensalzaba al lenguaje por encima de todo, en que la vida interior era menospreciada, ignorada y hasta destruida. Ateniéndose a su propio análisis, destacó la importancia, la necesidad de una existencia en que se toleraran diversos niveles de significados y gamas de significación. En lugar de una filosofía que sólo acepta la lógica deductiva o inductiva como razonamiento, y cataloga a todas las demás funciones humanas como “emotivas”, irracionales o bestiales, Langer proponía una teoría de la mente cuya piedra angular sea la función simbólica...la búsqueda continua de significados, de significados más amplios, más claros, más flexibles y más articulados...el nuevo mundo con el que sueña la humanidad.
La sociedad es un conjunto de personas vinculadas por significados, que no siempre -podría decirse que tanto menos cuanto más desarrollada es la sociedad- se relacionan de forma directa con la realidad. Lo material, lo físico, solamente surge de nuestra acción incesante impulsada por ideas abstractas. Muchos símbolos no simbolizan, aparentemente, nada, o nada que podamos conocer con certeza o comprender racionalmente. Parecen atavismos, necedades superadas, prácticas poco prácticas, cosas sin utilidad alguna. Y algunos lo son, en parte, siempre en parte. Pero es un gradual abandono de los mismos y de sus rituales la única manera de desprenderse de ellos sin dañar el tejido social. El significado último se nos escapa. Nos expresamos de múltiples maneras, la mayoría inconscientes, la mayoría no verbales. Y vivimos en el engaño perpetrado por nuestras propias certezas, que nos conducen a hacer cambios las más de las veces innecesarios, y muchas otras nefastos.
¿Pero quién, si no los jóvenes, introduce nuevos significados en el devenir de la historia?. Son los jóvenes los que tiran abajo las viejas tradiciones, por lo que las sociedades en las que estos predominen tendrán siempre tintes más revolucionarios y beligerantes. Con el avance de los medios de comunicación de masas se pueden difundir con mayor éxito ideas perniciosas, como hoy se transmite una “cultura de la juventud” que es, en el fondo, una “cultura de la juventud masculina y racionalista”. El vivir al día, no pensar en el mañana, ser irresponsable hasta avanzada edad, no tener compromisos, ser “libre” en un sentido totalmente libertino y casi solipsista, sacralizar el sexo y quitar valor al matrimonio, aspirar a una holganza bien remunerada etc etc, son cosas que pasan más por la mente de un hombre joven que por cualquier otra. Un racionalismo pueril típicamente masculino nos dice que para el sexo tanto dar ser macho que hembra, que la cosa es disfrutar el momento y a otra cosa mariposa. Pero la realidad es bien otra. La inversión parental, a lo largo de la evolución, no fue igual en hombres y mujeres. Los hombres poníamos nuestra semillita e íbamos a otra flor. Las mujeres se pasaban nueve meses con el hijo en la tripa y varios años con el mismo en la espalda y agarrado a su teta. Obviamente nuestros cerebros, en cuanto a este asunto, no pueden haber sido moldeados de forma idéntica por la evolución. Y en lo que se refiere al esfuerzo, al ganar el pan con el sudor de la frente, es algo que la selección sexual también ha premiado. Esto hace que el esfuerzo, una vez realizado, y si se alcanza el objetivo, produce una enorme satisfacción, una cascada de recompensantes endorfinas en el cerebro. Los hombres que realizaban esfuerzos para sacar adelante a su mujer y a sus hijos, cuando estos estaban indefensos, que proveían a estos de recursos y de protección, dejaban más descendencia, por lo que evolucionó una biología premiadora del esfuerzo. Estos son sólo un par de ejemplos, aunque considero que bastante centrales.
Si se transmiten ideas de consumo fácil, de aparente plausibilidad, “racionales”, a un público joven y ansioso de verdades nuevas y cortantes con las que tomar el poder y cambiarlo todo de raíz, se pueden provocar trastornos muy graves, una auténtica enfermedad, al cuerpo social. No se cambiará la naturaleza de las personas, pero sí se la desviará por los peores caminos, y la sociedad se desmembrará al caminarlos. ¿Qué significados tenemos en nuestra sociedad respecto a cuestiones tan importantes? ¿No deberíamos hacer un esfuerzo para comprendernos a nosotros mismos antes de lanzarnos a aventurar las verdades sobre el mundo?
También una sociedad muy masculina supone un riesgo. El dios Ares mora en el alma de los hombres. El macho humano es más dado a proyectarse en la sociedad, más allá del ámbito fundamental, aunque reducido, de la familia y las amistades, ese marco microeconómico tan necesario para el liberalismo, y de concordia y amor tan importante para una moral bien dimensionada, cimiento de cualquier Civilización que merezca tal nombre. El varón sale “de caza”, abandona las cuatro paredes de la morada para respirar el aire del ágora, se hace más político y más guerrero. Dispone de más fuerza física y de más agresividad por que siempre cazó, sí, pero también porque compite con otros varones desde tiempos inmemoriales (de los que solo guarda memoria el genoma) por las mujeres y por los recursos, captados para atraer a las mujeres, guiado por la selección sexual. Y esa fuerza también la expresa en su mente, tan abierta para algunas cosas y tan cerrada para otras.
Y una sociedad racionalista es, asimismo, inquietante. Cuando lo apolíneo pretende eliminar a lo dionisiaco, cuando los significados se solidifican e impera el verbo sobre el sentido último, el presente sobre el pasado, la “verdad” sobre la costumbre y el pragmatismo simplista sobre el ritual aparentemente absurdo, un cortoplacismo que mira a un horizonte temporal muy limitado, petrificado en las certidumbres de un presente pretendidamente superior a todo lo que le precedió, puede llevar a la ruina, en nombre un progreso mal entendido, mal concebido, a una civilización.
La sociedad es un precario equilibrio, en el que conviene que no predomine demasiado la fuerza centrífuga –que se hace llamar centrípeta- de ningún vector. A Cioran le maravillaba que la gente no se matara por las calles, que hubiera una paz armada tan consistente entre seres innatamente egoístas y violentos. Ortega creía que no había ninguna “sociedad como tal”. Smith consideraba que el interés individual promovía el bien común. Montesquieu pensaba que factores tales como el clima (y, en fin, otros ecológicos) condicionaban de forma notable la psicología de los pueblos y, por tanto, el espíritu de sus leyes –y su trasfondo moral, más o menos relajado.
Quizás un estudio demográfico pueda arrojar más datos que una reflexión académica o una opinión escupida tras una observación in situ de algún conflicto supuestamente representativo. La distribución por edades y sexos tiene su importancia. También la tienen el clima, la geografía y la cultura, y en este mundo globalizado lo abierta o cerrada que sea la sociedad al intercambio. Todos los factores antedichos se relación, además, de forma tan sutil que nuestra mente se pierde en su combinatoria y su casuística, atendiendo a correlaciones espurias y pasando por alto las significativas. Por no hablar de quienes se ciñen al caso o a la anécdota para extraer conclusiones de carácter global. Pero en principio me quiero centrar en el tercer punto que he señalado. Leyendo “Arte, Mente y Cerebro” de Howard Gardner me encuentro este pasaje, dentro de un capítulo en el que el autor habla de la vida y obra de Susanne Langer, una artista en el estudio del arte:
Las últimas páginas del libro de Langer reflejaban las tendencias del mundo de la época. A comienzos de la peor guerra de la historia (2ª G.M), no resulta sorprendente que Langer haya pintado un panorama sombrío de “la sustancia del significado” en su sociedad. Veía a un mundo en el que se ensalzaba al lenguaje por encima de todo, en que la vida interior era menospreciada, ignorada y hasta destruida. Ateniéndose a su propio análisis, destacó la importancia, la necesidad de una existencia en que se toleraran diversos niveles de significados y gamas de significación. En lugar de una filosofía que sólo acepta la lógica deductiva o inductiva como razonamiento, y cataloga a todas las demás funciones humanas como “emotivas”, irracionales o bestiales, Langer proponía una teoría de la mente cuya piedra angular sea la función simbólica...la búsqueda continua de significados, de significados más amplios, más claros, más flexibles y más articulados...el nuevo mundo con el que sueña la humanidad.
La sociedad es un conjunto de personas vinculadas por significados, que no siempre -podría decirse que tanto menos cuanto más desarrollada es la sociedad- se relacionan de forma directa con la realidad. Lo material, lo físico, solamente surge de nuestra acción incesante impulsada por ideas abstractas. Muchos símbolos no simbolizan, aparentemente, nada, o nada que podamos conocer con certeza o comprender racionalmente. Parecen atavismos, necedades superadas, prácticas poco prácticas, cosas sin utilidad alguna. Y algunos lo son, en parte, siempre en parte. Pero es un gradual abandono de los mismos y de sus rituales la única manera de desprenderse de ellos sin dañar el tejido social. El significado último se nos escapa. Nos expresamos de múltiples maneras, la mayoría inconscientes, la mayoría no verbales. Y vivimos en el engaño perpetrado por nuestras propias certezas, que nos conducen a hacer cambios las más de las veces innecesarios, y muchas otras nefastos.
¿Pero quién, si no los jóvenes, introduce nuevos significados en el devenir de la historia?. Son los jóvenes los que tiran abajo las viejas tradiciones, por lo que las sociedades en las que estos predominen tendrán siempre tintes más revolucionarios y beligerantes. Con el avance de los medios de comunicación de masas se pueden difundir con mayor éxito ideas perniciosas, como hoy se transmite una “cultura de la juventud” que es, en el fondo, una “cultura de la juventud masculina y racionalista”. El vivir al día, no pensar en el mañana, ser irresponsable hasta avanzada edad, no tener compromisos, ser “libre” en un sentido totalmente libertino y casi solipsista, sacralizar el sexo y quitar valor al matrimonio, aspirar a una holganza bien remunerada etc etc, son cosas que pasan más por la mente de un hombre joven que por cualquier otra. Un racionalismo pueril típicamente masculino nos dice que para el sexo tanto dar ser macho que hembra, que la cosa es disfrutar el momento y a otra cosa mariposa. Pero la realidad es bien otra. La inversión parental, a lo largo de la evolución, no fue igual en hombres y mujeres. Los hombres poníamos nuestra semillita e íbamos a otra flor. Las mujeres se pasaban nueve meses con el hijo en la tripa y varios años con el mismo en la espalda y agarrado a su teta. Obviamente nuestros cerebros, en cuanto a este asunto, no pueden haber sido moldeados de forma idéntica por la evolución. Y en lo que se refiere al esfuerzo, al ganar el pan con el sudor de la frente, es algo que la selección sexual también ha premiado. Esto hace que el esfuerzo, una vez realizado, y si se alcanza el objetivo, produce una enorme satisfacción, una cascada de recompensantes endorfinas en el cerebro. Los hombres que realizaban esfuerzos para sacar adelante a su mujer y a sus hijos, cuando estos estaban indefensos, que proveían a estos de recursos y de protección, dejaban más descendencia, por lo que evolucionó una biología premiadora del esfuerzo. Estos son sólo un par de ejemplos, aunque considero que bastante centrales.
Si se transmiten ideas de consumo fácil, de aparente plausibilidad, “racionales”, a un público joven y ansioso de verdades nuevas y cortantes con las que tomar el poder y cambiarlo todo de raíz, se pueden provocar trastornos muy graves, una auténtica enfermedad, al cuerpo social. No se cambiará la naturaleza de las personas, pero sí se la desviará por los peores caminos, y la sociedad se desmembrará al caminarlos. ¿Qué significados tenemos en nuestra sociedad respecto a cuestiones tan importantes? ¿No deberíamos hacer un esfuerzo para comprendernos a nosotros mismos antes de lanzarnos a aventurar las verdades sobre el mundo?
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