Algunos autistas desarrollan facultades extraordinarias. Son conocidos como idiot savants, y sufren un deterioro en el hemisferio izquierdo de su cerebro acompañado de un desarrollo mayor del derecho. Su coeficiente de inteligencia puede ser muy bajo, y, sin embargo, son capaces de proezas tales como tocar una sinfonía al piano tras escucharla una sola vez o conocer los nombres de todas las poblaciones y calles de EEUU. Se cree que habrá unas decenas de ellos en el mundo. Frente a sus dificultades sociales destacan notablemente sus destrezas musicales, de cálculo, pictóricas o memorísticas.
El personaje en el que se inspiró Rain Man es uno de estos savants. Dispone de un saber enciclopédico sobre temas muy variados, pero no entiende su saber. Faltan, digamos, los significados, que son los que hacen que los datos adquieran vida. Hay un Savant, por ejemplo, que se sabe de memoria la obra completa de la Decadencia y Caída del Imperio Romano, de Gibbon, sin entender una palabra de lo que dice.
El lenguaje es un producto evolutivo que sirve a la comunicación, a la sociedad. Quitado el cimiento de significados el edificio del conocimiento se derrumba sobre su propio peso.
Las habilidades aparentemente imposibles de los savants son, sin embargo, algo mucho menos depurado y mucho más simple que nuestro más elemental ritual social. Al no ser conscientes de ello no advertimos su complejidad. Nos asombra que alguien nos pueda decir el día de la semana que será nuestra jubilación en menos de medio minuto, pero no que nosotros seamos capaces de interpretar el gesto de otra persona en una reunión social y figurarnos que estará enfadada por algo que sucedió dos días atrás.
La IA (Inteligencia Artificial) trata de fabricar un robot pensante. Tras muchos esfuerzos, los múltiples sabios consagrados a ello han empezado a comprender el papel fundamental desarrollado por las emociones en la construcción de un Yo, de cualquier yo. Una máquina capaz de ganar al ajedrez a Kasparov o de realizar cálculos en milésimas de segundo se parece mucho a un idiot savant, y aunque le gane en rapidez ni siquiera al savant le ganará en sensibilidad. Es un aparato incapaz de percibir significados, de sentir. La relación entre significado y sentimiento es clara. Dotamos de significado a aquellas cosas que, por una u otra razón, nos importan, y nos importan aquellas cosas que nos hacen sentir. Vivimos en un mundo de símbolos creados por y para nuestra supervivencia.
¿Puede un robot pensar, es decir, decidir? Decidir implica inclinarse por una u otra opción de acuerdo a un fin, y en medio de la ambigüedad de la mayoría de las circunstancias el fin dependerá de lo que sintamos. Sería preciso crear un robot con receptores del dolor, así como dependiente del entorno en un alto grado. Haría falta un robot que sufriese y dejase de hacerlo tras moverse en algún sentido y realizar alguna determinada acción. Pero para eso queda mucho, si es que es posible llegar a crear algo semejante por otro medio distinto del sexo (o la ingeniería genética).
El personaje en el que se inspiró Rain Man es uno de estos savants. Dispone de un saber enciclopédico sobre temas muy variados, pero no entiende su saber. Faltan, digamos, los significados, que son los que hacen que los datos adquieran vida. Hay un Savant, por ejemplo, que se sabe de memoria la obra completa de la Decadencia y Caída del Imperio Romano, de Gibbon, sin entender una palabra de lo que dice.
El lenguaje es un producto evolutivo que sirve a la comunicación, a la sociedad. Quitado el cimiento de significados el edificio del conocimiento se derrumba sobre su propio peso.
Las habilidades aparentemente imposibles de los savants son, sin embargo, algo mucho menos depurado y mucho más simple que nuestro más elemental ritual social. Al no ser conscientes de ello no advertimos su complejidad. Nos asombra que alguien nos pueda decir el día de la semana que será nuestra jubilación en menos de medio minuto, pero no que nosotros seamos capaces de interpretar el gesto de otra persona en una reunión social y figurarnos que estará enfadada por algo que sucedió dos días atrás.
La IA (Inteligencia Artificial) trata de fabricar un robot pensante. Tras muchos esfuerzos, los múltiples sabios consagrados a ello han empezado a comprender el papel fundamental desarrollado por las emociones en la construcción de un Yo, de cualquier yo. Una máquina capaz de ganar al ajedrez a Kasparov o de realizar cálculos en milésimas de segundo se parece mucho a un idiot savant, y aunque le gane en rapidez ni siquiera al savant le ganará en sensibilidad. Es un aparato incapaz de percibir significados, de sentir. La relación entre significado y sentimiento es clara. Dotamos de significado a aquellas cosas que, por una u otra razón, nos importan, y nos importan aquellas cosas que nos hacen sentir. Vivimos en un mundo de símbolos creados por y para nuestra supervivencia.
¿Puede un robot pensar, es decir, decidir? Decidir implica inclinarse por una u otra opción de acuerdo a un fin, y en medio de la ambigüedad de la mayoría de las circunstancias el fin dependerá de lo que sintamos. Sería preciso crear un robot con receptores del dolor, así como dependiente del entorno en un alto grado. Haría falta un robot que sufriese y dejase de hacerlo tras moverse en algún sentido y realizar alguna determinada acción. Pero para eso queda mucho, si es que es posible llegar a crear algo semejante por otro medio distinto del sexo (o la ingeniería genética).
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