En las
estanterías de mis padres se pueden encontrar, en medio de grandes
obras de la literatura y el pensamiento universal, como Padres e Hijos, de Ivan Turgueniev, algunos libros
verdaderamente desfasados, crónicas del pensamiento de un tiempo en
concreto que acaso interesen aún a sociólogos o historiadores. Las
páginas de los libros van adquiriendo un color amarillento y algúnas
se caen con el otoño del tiempo. Jean-Jacques Servan-Schreiber y su
Desafío Americano llamaron mi atención por un momento, pero nunca
llegué a leer el libro. Creo que sigue ahí, al lado de La Tentación
Totalitaria, escrito por otro autor francés, de signo político
opuesto, y muerto como él en 2006, Jean François-Revel, y que sí
leí.
Ambos franceses dejaron una
descendencia también relativamente ilustre. El primero un
neuropsiquiatra que investigaba el lóbulo frontal, David
Servan-Schreiber, hasta que descubrió una castaña tumoral,
investigándose a si mismo, precisamente en su lóbulo frontal. El
segundo un científico al que le pudo más la fe y se lanzó a una
vida de meditación budista en el Tibet. No obstante eso no le
impidió volver a mezclarse en ciencia y a colaborar con los
defensores de la psicología positiva, cantando las alabanzas de la
meditación. Fue, de hecho, declarado por los neurocientíficos
afectivos de la Universidad de Wisconsin como el hombre maś feliz de
la tierra, tras ser escaneado en el laboratorio de dicha universidad
su cerebro durante 3 años. Evidentemente esa declaración no puede
considerarse científica. La felicidad humana no se puede medir. Es
más, como está más que comprobado por psicólogos más serios,
como David Gilbert, de la Universidad de Harvard, o nuestro
recientemente entrevistado Daniel Nettle, de la Universidad de
Newcastle,
la felicidad es uno de esos conceptos inasibles, inaprehensibles, y
desde luego de los más inasequibles al desaliento en su huida de toda
medida que pueda haber.
Como decía Voltaire, si quieres
discutir conmigo primero define tus términos. Sócrates se hinchó a
ridiculizar a muchos grandes hombres de su tiempo con sólo pedirles
que definieran sus conceptos, a preguntrompazo limpio.
En el post anterior hablaba de
asíntotas conceptuales. Son palabras ambiguas, con limites de
significación borrosos, y que definen realidades que no pueden ser
alcanzadas, porque son ideales. No significa esto, no obstante, que
carezcan de utilidad como guía para nuestra acción. Son, de acuerdo
con la filosofía pragmática defendida por William James, el primer
gran psicólogo, verdaderas en la medida en que nos son útiles,
prácticas, válidas para refrendar nuestros actos y nuestros
pensamientos, para armonizar nuestras vidas razonablemente con su
asistencia en medio de la confusión y la precariedad que estas representan.
Del origen
evolutivo de la felicidad ya habla largamente Nettle en su libro
sobre el tema, y de los engañosos mecanismos de la psique para
buscarla y encontrar otra cosa lo hace Gilbert en el suyo sobre el
mismo particular. Yo veo la felicidad como la zanahoria del burro, por un
lado, y como momentos aislados de gratificación provocados por un
equilibrio provisional, realmente de corta duración, y de tipo
neuroquímico, por otro. Y por eso encuentro que esos investigadores
de Winconsin que declaran eso de “el hombre más feliz del mundo”
no están haciendo ciencia, al menos durante el lapso de tiempo en el
que emiten semejante declaración, pero probablemente tampoco gran parte del
tiempo que la precedió y que les condujo a hacerla. Matthieu quizás
si les crea. Igual que
lo creyó Punset al entrevistarle. Igual que en mi excolega de Libertad
Digital Santiago Navajas consideró a Punset ni más ni menos que ¡el hombre más sabio de España!
En fin, ¿qué decir si la
corriente de entusiasmo es contagiosa? Hagámos la ola o entremos en
“flujo", o levitemos.
Pero más arriba hablaba de un caso
bastante menos cómico que el de los que se hayan en las nubes,
flotando, infinitamente más trágico, el de David Servan-Schreiber, y es
que hoy, tras empezar a leer su libro “Anti-Cáncer” para sacar
de él alguna referencia o recomendación precisa sobre la prevención
del cáncer para mis estudios sobre procesos psicosociales y salud y,
en general de psicología de la salud, me ha dado por buscar en
internet al personaje y su actual situación.
Tras pasar casi veinte
años -que como decía Gardel, son nada- de lucha contra el cáncer
falleció el pasado Julio.
Por lo visto se suma al club de quienes buscaron la salvación en
terapias alternativas sin éxito y desorientaron a un montón de
mortales (en particular a muchos potenciales muertos en un corto o
medio plazo por estar enfermos de cáncer) ajenos a la ciencia y a su conocimiento (y
desconocimiento). Cierto es que él siempre aconsejó seguir los
consejos y los tratamientos indicados por los médicos. Pero a eso
añadió una ristra de complementos nutricionales y comportamentales,
muchos de los cuales en realidad pues.....no surten efecto alguno,
que se sepa. Igual que la vitamina C que aconsejaba el Nóbel Linus Pauling. La autoridad debe de usarse con precaución.
Me ha apenado mucho su
muerte. Si estuviera vivo todavía, y presumiblemente en buen estado
de salud, habría intentado entrevistarle.
La mente humana se
transforma por completo ante situaciones de gran incertidumbre. La de
un tumor que los médicos declaran incurable podría parecer una
situación de gran certidumbre, pues la muerte se avecina,
aparentemente, con pasos agigantados y acelerados. Pero es, por el
contrario, una situación tremendamente incierta. Gran parte de lo
que uno es consiste en proyectarse hacia delante, como en la
felicidad, cual burro tras la zanahoria, por lo que necesitamos eso,
una zanahoria para no quedarnos quietos, parados, sentados esperando
con cara nula y mente en blanco. Ya lo decía Pascal, el origen de la mayor parte de nuestros males consiste en que somos incapaces de estarnos quietos en una habitación simplemente sentados. Somos seres inquietos, y
el lóbulo frontal de David, ese que tanto había estudiado y con
tanto éxito, resultó ser mucho más exitoso en prepararle un plan de acción que en desentrañar sus propios mecanismos.
Se puso manos a la obra con su ciencia y con su fe, que nacía de la
convicción de que podría curarse o aumentar la probabilidad de
hacerlo en un altísimo grado si actuába de otra forma en su vida,
si comía otras cosas, si hacía otras cosas o las mismas de otra
manera. Eso, en un ignorante, se llamaría con toda oportunidad
pensamiento supersticioso. Si uno agarra un rosario cuando tiembla la
tierra y recita padres nuestros y aves marías en interminable
sucesión, además, por supuesto, de evitar los sitios en los que
algo grande y pesado pueda a uno caerle encima, se dirá que su
comportamiento es estúpido, pero tiene las mismas raíces que los
cambios de dieta de David. Ante una incertidumbre existencial tan
tremenda como una muerte inminente, recurrimos a rituales, cada uno
al suyo, unos al religioso, otros al de la sabiduría popular, otros
al científico, buscando artículos que expliquen el mecanismo
molecular del daño tisular que precede al desarrollo de un cáncer.
De
dos politólogos franceses salieron dos personajes interesantísimos,
cada uno en su rama, pero ambos relacionados con la neurociencia
afectiva, uno con la alegría, otro con la desesperación (que no
necesariamente es tristeza, sino su radical alternativa).
¿Y
a todo esto qué es de Matthieu? Por lo que se sabe sigue meditando,
y se deja escanear de vez en cuando. De momento nadie le ha
encontrado un tumor del tamaño de una castaña en su feliz cerebro.
Oliver Sacks refirió un caso de otro hombre feliz en su obra Un antropólogo en Marte: no era de clase alta en eso de la meditación, estaba en una sectucha de tercera, pero muy popular: los Krishna. Pero todos le consideraban un iluminado, el más feliz de todos los mortales, siempre sonriendo, siempre alegre. Sacks le llamó el último hippie. El problema del muchacho es que se le había desarrollado un tumor tan grande que le había afectado a la vista y la memoria gravemente, pero por alguna razón el no parecía ser consciente de su situación y cantaba, reía y decía tonterías constantemente, además de haber engordado y perdido pelo lo suficiente para parecer un buda de esos gordos estilo Botero que se venden en las tiendas de los chinos. El chico estaba anclado en los 60 -de ahí lo de "último hippie" y permaneció en ellos hasta su muerte.
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