En 1948, la Organización Mundial de la Salud, definió a la salud como “el estado de bienestar completo en los aspectos físicos, mentales y sociales del ser humano y no sólo la ausencia de enfermedades o padecimientos“. Los psicólogos de la salud suelen decir que esta declaración se adelantaba a su tiempo, puesto que por entonces predominaba lo que se ha dado en llamar el modelo biomédico de la salud, que diferenciaba enfermedad de salud, prestando atención solamente a la primera, y considerando la segunda como el estado normal del cuerpo.
Cuando las cosas no iban bien en el organismo, una serie de síntomas advertían a las personas que eran potenciales pacientes: se dirigían a sus consultorios médicos y pedían un diagnóstico. Entonces empezaba un proceso de curación o se desestimaba la existencia de una enfermedad subyacente, pudiendo incluso hablarse de dolencias psicosomáticas (vamos, síntomas que la mente del enfermo generaba en su organismo, sin que hubiera una enfermedad subyacente, o, en todo caso, una enfermedad física subyacente). Es obvia aquí la distinción cartesiana entre mente y cuerpo, que los médicos aceptaron hasta bien entrado el siglo XX. Sin embargo la psiconeuroinmunoendocrinología (atención al palabro, que supera a esternocleidomastoideo), que ha ido progresivamente emergiendo de aportes de la psicología, la neurociencia, la endocrinología, la inmunología y la medicina en general, pone de manifiesto cómo los fenómenos mentales afectan al estado orgánico y viceversa. Este cambio de paradigma en medicina ha conducido al desarrollo de unas medicinas y psicologías de promoción de la salud y prevención de la enfermedad, que inciden en los factores ambientales que pueden cambiar el estado del organismo, y en cómo adelantarse a la aparición de ciertas enfermedades (cardiovasculares, inmunológicas, neoplásicas…) con ciertos cambios en los hábitos de salud de la población. Dichos hábitos pueden en parte surgir de predisposiciones del individuo, pero ningún individuo es una isla, por lo que se han buscado en su ambiente social más próximo y el macrosocial en el que está inmerso, los desencadenantes de los comportamientos insanos.
Un blanco de los ataques de esta nueva ingeniería social han sido las empresas alimentarias cuyos productos contienen aditivos adictivos que son, por su cantidad excesiva de ciertos componentes dietéticos, potencialmente dañinos para el organismo. Las empresas, con el objetivo loable de maximizar su valor, pueden añadir azúcares y grasas a sus productos. ¿Pero por qué nos gustan tanto esos azúcares y grasas extras, por qué no preferimos fruta, verdura y un azucarillo de cuando en cuando? Bueno, esto lo explica muy bien uno de nuestros entrevistados, el autor de El Mono Obeso, José Enrique Campillo: Álvarez. Nuestros lejanos ancestros comían lo que buenamente podían. No tenían neveras repletas de alimentos. Salían a cazar y a recolectar y comían lo que lograban de su duro trabajo de búsqueda de alimento. Nuestro cerebro se formó en estos entornos ancestrales, y por tanto nuestro sistema de recompensa está fuertemente vinculado a los alimentos ricos en energía, muy calóricos, y nuestro cuerpo, en su conjunto, también formado en esos entornos de escasez, con incertidumbre sobre la siguiente ingesta, desarrolló un mecanismo de acumulación de grasas muy eficiente, que ahora, que los nutrientes abundan, da lugar a pronunciados abultamientos en la panza y en el trasero. En fin, a la obesidad.
¿Podemos cambiar, realmente, nuestra naturaleza? No. No al menos hasta que la ingeniería genética (que no la social) sea tan sofisticada y los conocimientos sobre el metabolismo corporal tan completos que podamos contrarrestar la tendencia a la obesidad, o, mejor sería decir, la tendencia a un sobrepeso potencialmente generador de enfermedades.
La ingeniería social, basándose en los conocimientos (parciales, siempre parciales) disponibles, apuesta por concienciar a los ciudadanos del peligro de la ingesta de ciertas dietas, o bien, cuando entra en su fase censuradora, por prohibir determinados productos o gravarlos de tal forma que, si no los hace indeseables, si al menos logra una recaudación extra para otros gastos “sociales”, para más gasto público, en definitiva.
Algunos economista conductuales, partidarios de la libertad de elección del consumidor y de la libertad de empresa, prefieren cosas tales como etiquetados en los productos o consejos paternalistas, e inciden por tanto en la información directa o las sugestiones más sutiles para promover la salud y prevenir las enfermedades, cambiando las actitudes de la gente hacia ciertos productos nocivos, concienciándoles de su nocividad. Ummmmm, pero qué rica está la nocilla.
En fin, que esta mañana nos llega Burrhus por el correo con este artículo del ABC. Como bien señala Luis al responderle, lo que a los ingenieros sociales les preocupa, en el fondo, no es la salud, sino los costes sanitarios. No veo en ello mal alguno. Es natural que quieran reducir los costes sanitarios con una mejor promoción y prevención de la salud. Que no les preocupe nuestra salud dependerá, supongo, del ingeniero social en cuestión: quizás entre ellos haya filántropos encubiertos que quieren salvar a los hombres de la enfermedad y hacer sus vidas longevas y gratas, como pregonaba la OMS en 1948, “con un estado de bienestar completo en los aspectos físicos, mentales y sociales“, logrando una salud total. Sin embargo yo me quedo con el aspecto económico, que es, de hecho, el más importante: se puede dar una fatal interacción entre los logros de la sanidad (si es que se alcanzan) en la prevención y promoción del binomio enfermedad/salud que alargaría la vida de la gente y elevaría la media poblacional de edad al morir, consecuentemente, con otras partidas presupuestarias, una de ellas ya en apuros con la creciente longevidad de la población como es la de la seguridad social (y su estafa piramidal). Si, los que trabajan pagan lo de los que están jubilados o de baja o en paro, bien. Pero si aumenta el número de septuagenarios y octogenarios, y tipos de baja por enfermedades “psicosociales” indistinguibles del “cuento”, entre otras cosas lo que sucede es que la llamada pirámide poblacional se invierte, teniendo esto su origen en cambios en la pirámide alimentaria. Los faraones no entenderían nada de esto, pero disfrutarían oyendo mencionar tanto sus colosales construcciones, eternizadas al menos en el lenguaje, ya que a ellos, al extraerles el cerebro como una víscera inútil, no les dejaron mucho espacio para albergar un alma eterna.
Vivimos, como más de uno ha dicho, mejor que los faraones de la antigüedad. Disfrutamos de mayor esperanza de vida y mayores bienes, entre ellos alimentos, y servicios, entre ellos médicos, a nuestra disposición. Nuestros nuevos faraones, vestidos con la toga del pueblo, demócratas ellos e investidos de la legitimidad que dan las urnas, tratan de mejorar nuestra salud, pero también, y especialmente, de reducir sus presupuestos.
Pero, nada de esto cambia que el artículo de ABC sea un perfecto despropósito en su planteamiento, comenzando por el disparate de su titular. Como bien señala Luis, afirma, así, sin más, que el azúcar es tan tóxico como el alcohol, lo cual es como afirmar que el perejil es tan tóxico como el cianuro. Que lo es …. consumido en determinadas cantidades.
No perdamos la perspectiva: el exceso es malo, todo con mesura aristotélica. Pero no olvidemos que la fructosa es el azúcar de la fruta y de la miel, no olvidemos que lo que circula por nuestra sangre y alimenta células y cerebro es glucosa. No olvidemos, en fin, que el veneno está en la dosis. Y tampoco olvidemos que nuestra naturaleza no se cambia ni con prohibiciones ni con más impuestos. Seamos sensatos y valoremos la posibilidad de una gradual transición a una sanidad privada. Sin grandes sobresaltos, sin despidos masivos, sin cambios drásticos. Vayamos poco a poco pero de frente hacia el objetivo, y por diversas vías. Promocionemos los hábitos saludables, tratemos de concienciar sobre los malos hábitos que parecen llevar a la enfermedad (al menos en las personas con una genética determinada), y vayamos reduciendo costes en sanidad promocionando también una salida hacia una sanidad privada de calidad, acaso supervisada, pero más privada.
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