domingo, octubre 23, 2022

El número de Dunbar: sabiduría y desquicio de un mono cabezudo

Autores 

Gregorio Montero: Doctor Psiquiatra Infantil y Juvenil en Bilbao.

Emiliano Bruner: Investigador Paleoneurobiología de Homínidos en CENIEH.





Los primates destacan, entre otras cosas, por la increíble complejidad de sus sistemas sociales. En los años noventa, Robin Dunbar descubrió que en este grupo zoológico (y solo en este), el tamaño del cerebro es proporcional al tamaño del grupo social: cuanto más grande el cerebro, más capacidad tiene de gestionar relaciones. La correlación era bastante patente para todas las especies del grupo, así que evidentemente los antropólogos se preguntaron si la regla valía también para el primate humano. Con un tamaño cerebral como el nuestro, un primate debería tener un grupo social promedio de unos ciento cincuenta individuos. Empezaron a contar y descubrieron que, efectivamente, este número funcionaba para los núcleos de cazadores-recolectores, para los sistemas rurales, para las agendas telefónicas de los empleados occidentales y, recientemente, incluso para las redes sociales en internet. Hay también círculos de inclusión más grandes y más pequeños, que van desde los amigos íntimos hasta los conocidos sin más, pero el grupo de ciento cincuenta parece ser una constante bastante estable de nuestros modelos sociales. Ciento cincuenta personas, lo que hoy se conoce como «número de Dunbar». Parece entonces que el cerebro da para una cierta cantidad de amigos, poniendo vínculos biológicos y evolutivos al número de personas que somos capaces de gestionar con un apropiado nivel de cuidado mutuo.

 

Hacer amigos

 

Los demás primates hacen amigos con el grooming, es decir, el acicalamiento social: cuanto más tiempo pase despulgando al vecino, más amigos voy a tener. Pero, de esta forma, un día entero parece que solo da para llegar a unos cincuenta amigos, así que el ser humano se inventó un método más rápido y eficiente para tejer relaciones y mantenerlas: el lenguaje. Y, sobre este núcleo de ciento cincuenta personas, ha construido sus modelos sociales, a lo largo de cientos de miles de años. Ahora bien, aunque respaldado por muchas evidencias, el número de Dunbar no hay que tomárselo demasiado al pie de la letra. Primero, es un promedio, con sus variaciones para arriba y para abajo. Segundo, la biología del cerebro es un factor importante, pero no es el único, y hay que añadirle, por ejemplo, las influencias culturales y, por qué no, el azar de los eventos históricos y personales. Tercero, hay que considerar que este número se refiere a la cantidad de personas que nuestro cerebro puede manejar. Otra cosa es que quiera. Así que, desde luego, es una referencia importante, porque marca una tendencia y una limitación de nuestro programa evolutivo de primates, pero entendiendo que se refiere a un valor general, y no necesariamente a un umbral tajante e inamovible. Pero ahí está, y nos recuerda que nuestra biología canaliza nuestras potencialidades y nuestras limitaciones, una información relevante, y que es mejor no obviar a la hora de planificar y diseñar nuestros comportamientos.

 

Hordas anónimas

 

Cuando hemos empezado a vivir en grandes núcleos urbanos, evidentemente nos hemos llevado esta limitación a un contexto muy diferente de lo que era su entorno originario. Como matizaba Konrad Lorenz, hemos empezado a vivir en hordas anónimas con miles de personas que no conocemos, teniendo que cambiar nuestras costumbres y nuestras formas de relacionarnos. Y luego, con internet, la cosa ha ido a más, proyectando nuestros sistemas sociales en una realidad virtual incluso fuera del tiempo y del espacio. Las consecuencias son muchas. Antes, en las tribus, nuestros ciento cincuenta amigos se conocían todos entre sí, mientras que ahora muchos de ellos proceden de contextos diferentes, y no forman un grupo. El océano social de una gran ciudad y de internet aumenta las posibilidades, pero crea grupos dispersos, disminuye la fuerza de las relaciones, desmonta la estructura social, y reduce el contacto local. Somos primates sociales, necesitamos a este grupo, y no sabemos bien cómo coordinar un programa prestablecido por la biología evolutiva con una cultura que introduce muchas veces cambios drásticos y repentinos. Si obsesivamente nos esforzamos por sobrepasar nuestro número de Dunbar, acabamos estresando mucho nuestra capacidad mental. Y si no logramos alcanzarlo, nos sentimos solos. En ambos casos, el primate social acaba siendo un primate extremamente inteligente, pero triste.

 

¿El precio por un cerebro más grande?

 

A medida que el grupo humano crecía en consonancia con el volumen cerebral, los humanos nos enfrentábamos a un enorme desafío. ¿Cómo confiar en el compañero de tribu si no tenemos tiempo para desparasitarnos o no estamos lo suficientemente cerca para hacerlo?

 

Los registros históricos se hacen eco de incontables batallas y guerras entre pueblos y civilizaciones desde tiempos inmemoriales. ¿Ambición de poder? ¿O consecuencia de cerebros y grupos más grandes que no podíamos gestionar y que nos hacían desconfiar?

 

 

Esta desconfianza no se relaciona solo con guerras y conflictos entre pueblos o países. Impregna el día a día de las sociedades occidentales: celos en nuestras relaciones de pareja, rivalidad entre hermanos, dentro de las familias o en equipos de trabajo; bullying, acoso laboral, xenofobia, racismo… Y la desconfianza es algo que caracteriza a uno de los trastornos mentales más severos: la esquizofrenia.

 

A pesar de que aún desconocemos la causa de la esquizofrenia, múltiples estudios han revelado que podría tratarse de un problema de conectividad entre regiones cerebrales, más que de una pérdida de neuronas, como se creyó en un principio. Ya sea por exceso, por defecto o porque las conexiones se establecen de forma diferente. Y varios autores establecen que la esquizofrenia podría ser una patología más reciente de lo que creemos, relacionada con el desarrollo del lenguaje, el crecimiento de los grupos humanos y la vida moderna.

 

Cerebros más grandes, sociedades más grandes y menos cohesionadas… ¿caldo de cultivo idóneo para que se desarrollara un trastorno mental como la esquizofrenia? No lo sabemos, y parece altamente especulativo concluir algo así. Aunque desconocemos la etiopatogenia de la esquizofrenia, sabemos que existen factores biológicos y ambientales que aumentan el riesgo de desarrollarla. Sin embargo, quizás el contenido de los síntomas sí guarde relación con esas sociedades más grandes, pero menos cohesionadas. Porque la temática más frecuente con diferencia en las alucinaciones y delirios de las personas con esquizofrenia son las vivencias paranoides de estar siendo perseguido, amenazado o de que existe un complot para acabar con tu vida. En una palabra: desconfianza. Una temática muy humana y que, esta vez sí, podría relacionarse con la incapacidad de gestionar esos ciento cincuenta individuos. Ciento cincuenta individuos que además desconfían entre ellos. Porque no se conocen suficientemente entre sí. Y que, más allá de la esquizofrenia, parece relacionarse con una de las epidemias más severas que asolan nuestra sociedad: la depresión.

 

Grupos más grandes y conectados, pero… ¿Más soledad, depresión y suicidios?

 

Vivimos en una extraña paradoja: a pesar de que estamos más «hiperconectados» que nunca entre nosotros, cada vez nos sentimos más solos, más vacíos y más tristes. El brillo de smartphones, tablets y ordenadores, contrasta con la falta de luz que sentimos en nuestras vidas. La promesa de estar más cerca de la familia y amigos a través de videollamadas, redes sociales y correos electrónicos, da paso a una sensación de profundo desarraigo que barre nuestra sociedad.

 

Los índices de depresión, ansiedad y estrés son cada vez mayores. Los estudios lo reflejan. La experiencia clínica de médicos, psiquiatras y psicólogos lo confirma. Las autolesiones e intentos de suicidio en población adolescente han aumentado en los últimos años en países como Estados Unidos. «Las tasas de suicidio entre adolescentes y adultos jóvenes han aumentado constantemente desde el año 2000», sostiene un artículo de Los Angeles Times. El segmento de la población más expuesto al uso indiscriminado de las nuevas tecnologías y redes sociales. Y el más sensible a esos cambios sociales y patrones de relaciones más superficiales y anónimas.

 

La digitalización de nuestras relaciones y la extensión de nuestra tribu más allá de esa cifra de ciento cincuenta individuos nos está dejando graves secuelas. Sabemos que uno de los principales precipitantes de autolesiones e ideas de suicidio en adolescentes y adultos es haber sufrido alguna forma de rechazo social, ya sea el maltrato de pareja, el bullying o el acoso laboral, el ciberacoso a través de redes sociales, que aumenta en más del doble el riesgo de que los adolescentes se autolesionen e intenten suicidarse, como recoge una revisión sistemática reciente. Una realidad a la que asistimos de forma cada vez más habitual desde los servicios de salud mental infanto-juvenil. Un problema que debería obligarnos a parar y hacer una reflexión como sociedad.

 

El lamento del mono que llevamos dentro

 

En definitiva, al igual que las alteraciones en la conectividad entre regiones cerebrales puede desembocar en esquizofrenia, ¿es probable que la sustitución de conexiones sociales y vínculos significativos por conexiones más superficiales e indiscriminadas nos esté haciendo funcionar como sociedades «esquizofrénicas», cada vez más aislados, preocupados, desesperanzados y paranoicos?

 

Evidentemente, la pandemia de depresión, estrés y ansiedad que caracteriza nuestras sociedades se debe a una serie de factores distintos, aunque relacionados. Nuestra misma capacidad mental, una herramienta poderosa, es un superpoder difícil de controlar, que conlleva ventajas y riesgos. En particular, el mismo lenguaje y nuestra increíble capacidad de proyección en el pasado (recuerdos) y en el futuro (previsiones) nos hacen sensibles a generar un mundo interno de rumiaciones, miedos e incertidumbres, que acaban por agotar nuestro presente entre los fantasmas de lo que ya ha ocurrido y de lo que podría llegar a ocurrir. Así que, quizá, podemos decir que nuestro paquete cognitivo humano ya viene con una destacada sensibilidad o vulnerabilidad a ciertos tipos de desequilibrios, que han caracterizado todas las culturas y sociedades humanas desde sus orígenes. Pero, claro, si a esto le añadimos una desestructuración social donde el núcleo de la tribu se vuelve disperso, desconectado y virtual, generamos un cóctel realmente nefasto.

 

En los difíciles tiempos que vivimos, necesitamos escuchar al primate social que llevamos dentro. Una voz que nos invita a preguntarnos si tanto sufrimiento es el precio que estaremos pagando por vivir cada vez más hiperconectados, por intentar superar virtualmente ese límite de ciento cincuenta individuos, pero con relaciones menos reales, profundas y significativas.

 

Otra historia es posible. ¿Qué ocurriría si lográramos salir de esta horda anónima? ¿Cómo nos sentiríamos si dedicáramos más tiempo a cultivar y cuidar las relaciones con esas personas más cercanas a las que podemos ver, abrazar y sentir?


Gregorio Montero y Emiliano Bruner

4 comentarios:

Ana dijo...

Muy buen artículo. Bien pensado. Y totalmente de acuerdo con los últimos párrafos....esos vínculos (muchos, pero frágiles ) faltan como tal, no son vínculos reales , no son firmes, no son de amor incondicional.....de ahí que surjan esos sentimientos de persecución y de ahí esas vivencias casi esquizofrénicas......Que sumadas a la falta de límites por quienes deberían ser vínculos seguros y deberían ponerlos comportándose como tal, hacen que nuestras futuras generaciones vayan " perdidas" en este mundo más virtual que real.
Un tema para reflexionar, para intentar cambiar cosas .... Y para empezar a escuchar tanto a nuestros sabios mayores como a nuestros pequeños "nuevos" cerebros . Dejemos que piensen , y luego que hablen .
Abrazos !!!!

Anónimo dijo...

Esta muy bien explicado. Gracias por la reflexion

Pablo dijo...

Felicidades por el artículo y la excelente reflexión final.
Hoy en día supone un verdadero reto aunar nuestras tendencias biológicas con una sociedad cada vez más compleja, caótica y desligada. Las pocas claves que se nos ofrecen, asumen que todo es posible. Dicen que todo es lenguaje sobre un lienzo en blanco; un fiel reflejo de esta paradoja de omnipotencia, que cuanto más herramientas y más sofisticadas tenemos a nuestro alcance (y paralelamente tanto más renegamos de nuestros límites personales y como especie), más pequeños nos sentimos y menos provistos estamos para adaptarnos a las demandas ambientales.
Nuestra naturaleza, los genes para el aprendizaje de un ambiente social que su vez aprende con nosotros, habla el lenguaje del abrazo y los gestos empáticos en una conversación cotidiana con unos cuantos conocidos de confianza.

Anónimo dijo...

Muy acertado y claro.