Hace un par de años que asistí a una conferencia sobre neurocultura. La impartía el eminente neurocientífico español Francisco Mora , que había mostrado por entonces su interés por el tema, escribiendo un libro al respecto. Expuso entonces, con la brillantez que le caracteriza, distintos aspectos de la relación entre cultura y ciencia del cerebro.
La neurocultura podría definirse desde dos vertientes: una la de la repercusión en la cultura de los descubrimientos recientes de las neurociencias, y otra la de la cultura misma abordada desde una óptica neurocientífica.
De lo que yo voy a hablar aquí no es de la neurocultura, en general, sino de uno de sus aspectos en la primera de las vertientes mencionadas, la de la repercusión en la cultura, en particular del derecho, de los avances en el conocimiento de cómo funciona el cerebro.
Dijo Mora algo que me asombró, pues no es lo que estaba acostumbrado a oír –o leer-sobre el tema: si se demuestra que una persona comete un grave delito porque no puede controlar sus impulsos, debido a un daño específico en el cerebro, habría que recluirlo permanentemente, a falta de cura para el mal neurológico padecido, para que no dañase por más tiempo a los demás. La clave está en apartar de la sociedad a quien destruye la convivencia, a quien pone en peligro a las personas, pudiendo o sin poder evitarlo. Su falta de responsabilidad podría por tanto ser un argumento para eximirle de culpa, pero no de condena.
El castigo de un delito tiene al menos tres finalidades: dar satisfacción –si bien incompleta- a los perjudicados por el mismo, impedir que lo repita el delincuente y dar ejemplo y servir de aviso a los demás miembros de la sociedad. Si alguien queda impune por no considerársele responsable no se logra el objetivo de impedir que vuelva a delinquir. Tampoco servirá de consuelo para un padre que pierde a un hijo o un marido que pierde a su mujer o un pequeño ahorrador que pierda su dinero saber que esto sucedió porque el asesino o el ladrón tenía un defecto en su corteza orbitofrontal. En cuanto al aprendizaje en la sociedad, será dudoso: quienes sean de natural violento e impulsivo quizá crean que si delinquen podrán evitar la condena, por lo que el temor a ser castigados podrá muy bien no entrar en sus cálculos como coste (el castigo mismo como riesgo), o entrará como coste rebajado (riesgo rebajado).
Michael y Suzanne Gazzaniga, Scott T. Grafton y Walter P Sinnot-Armstrong son los abajo firmantes de un artículo de Scientific American (*) sobre el uso de tomografías y escáneres del cerebro en los tribunales de justicia. Para estos autores no estamos aún preparados para ofrecer pruebas contundentes sobre la relación entre determinados comportamientos delictivos y daños específicos en el cerebro. De hecho hacen algo más que destacar este hecho. Afirman que la responsabilidad del delincuente, sobre todo en delitos cometidos con premeditación, es ineludible en cualquier caso. Mora, en su exposición, también destacaba esto. Nuestras decisiones no son una acción-reacción. Es más, tomamos decisiones y planificamos en el marco de minutos, horas, días, meses y años. Esto lo hacía para defender el libre albedrío frente a interpretaciones precipitadas del experimento de Libet, pero, como es natural, es aplicable al asunto de la responsabilidad moral, dado que libertad y responsabilidad no son cuestiones separadas ni separables.
Volviendo a las técnicas y a sus posibilidades, es decir, a las tomografías y resonancias y su capacidad para establecer estados subjetivos de forma fiable, tropezamos con un escollo adicional a añadir al de la resolución de estas tomas de imágenes o las diferencias entre unos cerebros y otros.
Como Paul Ekman no se ha cansado de repetir a lo largo de su dilatada carrera estudiando las mentiras y su detección, es fácil que se confundan ciertas reacciones fisiológicas con mentiras, cuando en realidad están más relacionadas con otros estados subjetivos que asimismo alteran a la persona y a los resultados de las pruebas que miden sus reacciones. Es lo que Gazzaniga y sus colaboradores llaman en el artículo "falsos positivos". En cuestiones tales como dirimir la responsabilidad o ausencia de ella, la verdad o la mentira, en un juicio, estos falsos positivos pueden entrañar condenas o absoluciones terriblemente injustas. Asimismo quien se ve sometido a estas pruebas para demostrar su inocencia experimentará profundas emociones que alterarán los resultados de las mismas.
Pongamos el caso del famoso "detector de mentiras", el polígrafo, tan usado durante una temporada en la telebasura para sacar las miserias de los famosos del cuento, pero cuyo uso originario debía servir a la ley. Dice Ekman, en su libro "Telling Lies", mal traducido al castellano con el sensacionalista título, al estilo de los libro de autoayuda, "Cómo Detectar Mentiras":
"El detector eléctrico de mentiras, o polígrafo,opera basándose en los mismos principios que la persona que quiere detectar mentiras a través de señales conductuales que las traicionen, y está sujeto a los mismos problemas. El polígrafo no detecta mentiras sino sólo señales emocionales. Sus cables le son aplicados al sospechoso a fin de medir los cambios en su respiración, sudor y presión arterial. Pero en sí mismos el sudor o la presión arterial no son signos de engaño: las palmas de las manos se humedecen y el corazón late con mayor rapidez cuando el individuo experimenta una emoción cualquiera".
En definitiva el uso en la justicia de los instrumentos de toma de imágenes cerebrales o de registro de reacciones fisiológicas está limitado, en principio, a la detección de falsos testimonios y a la de daños cerebrales. Tanto en lo primero como en lo segundo ni están suficientemente depurados estos instrumentos ni se puede establecer de forma concluyente, por la naturaleza misma de las cosas, falsedad o ausencia de responsabilidad, salvo, acaso, en unos pocos casos. Ahora bien, como complemento a otras pruebas de distinta índole pueden llegar a ser de gran importancia a la hora de dirimir las circunstancias que rodearon a un delito, la presunta falsedad de un testimonio o de la posible falta de control de los impulsos de un delincuente.
Sin embargo mi conclusión, que coincide con la de Mora, es que sea cual sea la causa última de un comportamiento delictivo, este no debe quedar impune, por el bien de la sociedad, que se antepone al de ese individuo particular. Es más, cuanto más de fondo sea la causa más motivos hay para aislar al infractor de las normas de sus semejantes.
Da igual si la culpa fue del cha cha cha o se detecta una pequeña mentira.
(*) Mente y Cerebro nº 27. Noviembre/Diciembre 2007.
La neurocultura podría definirse desde dos vertientes: una la de la repercusión en la cultura de los descubrimientos recientes de las neurociencias, y otra la de la cultura misma abordada desde una óptica neurocientífica.
De lo que yo voy a hablar aquí no es de la neurocultura, en general, sino de uno de sus aspectos en la primera de las vertientes mencionadas, la de la repercusión en la cultura, en particular del derecho, de los avances en el conocimiento de cómo funciona el cerebro.
Dijo Mora algo que me asombró, pues no es lo que estaba acostumbrado a oír –o leer-sobre el tema: si se demuestra que una persona comete un grave delito porque no puede controlar sus impulsos, debido a un daño específico en el cerebro, habría que recluirlo permanentemente, a falta de cura para el mal neurológico padecido, para que no dañase por más tiempo a los demás. La clave está en apartar de la sociedad a quien destruye la convivencia, a quien pone en peligro a las personas, pudiendo o sin poder evitarlo. Su falta de responsabilidad podría por tanto ser un argumento para eximirle de culpa, pero no de condena.
El castigo de un delito tiene al menos tres finalidades: dar satisfacción –si bien incompleta- a los perjudicados por el mismo, impedir que lo repita el delincuente y dar ejemplo y servir de aviso a los demás miembros de la sociedad. Si alguien queda impune por no considerársele responsable no se logra el objetivo de impedir que vuelva a delinquir. Tampoco servirá de consuelo para un padre que pierde a un hijo o un marido que pierde a su mujer o un pequeño ahorrador que pierda su dinero saber que esto sucedió porque el asesino o el ladrón tenía un defecto en su corteza orbitofrontal. En cuanto al aprendizaje en la sociedad, será dudoso: quienes sean de natural violento e impulsivo quizá crean que si delinquen podrán evitar la condena, por lo que el temor a ser castigados podrá muy bien no entrar en sus cálculos como coste (el castigo mismo como riesgo), o entrará como coste rebajado (riesgo rebajado).
Michael y Suzanne Gazzaniga, Scott T. Grafton y Walter P Sinnot-Armstrong son los abajo firmantes de un artículo de Scientific American (*) sobre el uso de tomografías y escáneres del cerebro en los tribunales de justicia. Para estos autores no estamos aún preparados para ofrecer pruebas contundentes sobre la relación entre determinados comportamientos delictivos y daños específicos en el cerebro. De hecho hacen algo más que destacar este hecho. Afirman que la responsabilidad del delincuente, sobre todo en delitos cometidos con premeditación, es ineludible en cualquier caso. Mora, en su exposición, también destacaba esto. Nuestras decisiones no son una acción-reacción. Es más, tomamos decisiones y planificamos en el marco de minutos, horas, días, meses y años. Esto lo hacía para defender el libre albedrío frente a interpretaciones precipitadas del experimento de Libet, pero, como es natural, es aplicable al asunto de la responsabilidad moral, dado que libertad y responsabilidad no son cuestiones separadas ni separables.
Volviendo a las técnicas y a sus posibilidades, es decir, a las tomografías y resonancias y su capacidad para establecer estados subjetivos de forma fiable, tropezamos con un escollo adicional a añadir al de la resolución de estas tomas de imágenes o las diferencias entre unos cerebros y otros.
Como Paul Ekman no se ha cansado de repetir a lo largo de su dilatada carrera estudiando las mentiras y su detección, es fácil que se confundan ciertas reacciones fisiológicas con mentiras, cuando en realidad están más relacionadas con otros estados subjetivos que asimismo alteran a la persona y a los resultados de las pruebas que miden sus reacciones. Es lo que Gazzaniga y sus colaboradores llaman en el artículo "falsos positivos". En cuestiones tales como dirimir la responsabilidad o ausencia de ella, la verdad o la mentira, en un juicio, estos falsos positivos pueden entrañar condenas o absoluciones terriblemente injustas. Asimismo quien se ve sometido a estas pruebas para demostrar su inocencia experimentará profundas emociones que alterarán los resultados de las mismas.
Pongamos el caso del famoso "detector de mentiras", el polígrafo, tan usado durante una temporada en la telebasura para sacar las miserias de los famosos del cuento, pero cuyo uso originario debía servir a la ley. Dice Ekman, en su libro "Telling Lies", mal traducido al castellano con el sensacionalista título, al estilo de los libro de autoayuda, "Cómo Detectar Mentiras":
"El detector eléctrico de mentiras, o polígrafo,opera basándose en los mismos principios que la persona que quiere detectar mentiras a través de señales conductuales que las traicionen, y está sujeto a los mismos problemas. El polígrafo no detecta mentiras sino sólo señales emocionales. Sus cables le son aplicados al sospechoso a fin de medir los cambios en su respiración, sudor y presión arterial. Pero en sí mismos el sudor o la presión arterial no son signos de engaño: las palmas de las manos se humedecen y el corazón late con mayor rapidez cuando el individuo experimenta una emoción cualquiera".
En definitiva el uso en la justicia de los instrumentos de toma de imágenes cerebrales o de registro de reacciones fisiológicas está limitado, en principio, a la detección de falsos testimonios y a la de daños cerebrales. Tanto en lo primero como en lo segundo ni están suficientemente depurados estos instrumentos ni se puede establecer de forma concluyente, por la naturaleza misma de las cosas, falsedad o ausencia de responsabilidad, salvo, acaso, en unos pocos casos. Ahora bien, como complemento a otras pruebas de distinta índole pueden llegar a ser de gran importancia a la hora de dirimir las circunstancias que rodearon a un delito, la presunta falsedad de un testimonio o de la posible falta de control de los impulsos de un delincuente.
Sin embargo mi conclusión, que coincide con la de Mora, es que sea cual sea la causa última de un comportamiento delictivo, este no debe quedar impune, por el bien de la sociedad, que se antepone al de ese individuo particular. Es más, cuanto más de fondo sea la causa más motivos hay para aislar al infractor de las normas de sus semejantes.
Da igual si la culpa fue del cha cha cha o se detecta una pequeña mentira.
(*) Mente y Cerebro nº 27. Noviembre/Diciembre 2007.
3 comentarios:
El título del libro de Ekman, "Telling Lies", puede tener un triple sentido: "contar mentiras", "reconocer mentiras" y "mentiras efectivas".
A ver cómo viertes los tres sentidos al español en tamaño título; hay que elegir uno. Si el libro trata cómo saber cuándo te mienten, "Cómo Detectar Mentiras" es una traducción razonable.
Bueno, si, trata de eso, básicamente, sobre lo que se sabe a día de hoy de los comportamientos y reacciones fisiológicas que delatan que se miente o que se está sintiendo una gran zozobra.
El título aparece ocupando toda la portada, en la versión española enlazada, como un GRAN TITULAR. Por otro lado parece prometer algo que luego no cumple -y que el autor no promete, realmente-, que es dar una fórmula mágica de detección de mentiras.
Quizás por tanto lo más razonable sería algo así como: Métodos de Detección de Mentiras.
Este libro como complemento a la investigación poligráfica es la unión perfecta por que además de que el entrevistador revisa el pulso cardiaco y los demás informes del aparto, puede apoyarse en el desarrollo agudo de sus sentidos para obtener alertas tempranas de quien ofrece respuesta a dicho cuestionamiento.
Publicar un comentario