En los últimos años se ha desarrollado una corriente de
pensamiento según la cual, la evolución humana es el resultado de una
interacción entre mecanismos de naturaleza genética y elementos de naturaleza
cultural. Es lo que se conoce como coevolución genético-cultural; en virtud de
esa coevolución, los mecanismos de transmisión genética y de transmisión
cultural interaccionan dando lugar a la adopción y extensión, en dominios muy
diferentes, de rasgos con valor adaptativo. En lo relativo a la prosocialidad,
que es el asunto que nos ocupa aquí, la transmisión cultural en el seno de
grupos humanos sería un mecanismo fundamental en la adopción por sus integrantes de las normas sociales de las que depende el comportamiento
cooperativo. Los modelos matemáticos desarrollados en el marco de la noción de
la coevolución genético-cultural, predicen que las diferencias de
comportamiento prosocial entre grupos humanos han de ser más pronunciadas
cuanto mayores son los costes de la cooperación, y que esas diferencias han de
aparecer conforme los niños adquieren las normas en sus respectivas
comunidades. Por esa razón, la ontogenia de la prosocialidad ha adquirido una especial importancia como objeto de estudio. Cuando aludimos a ontogenia, nos referimos a la variación que ocurre a lo largo de la vida del individuo (normalmente de su morfología o estructura), y suele utilizarse en contraste con filogenia, que describe la historia evolutiva de un grupo de individuos. Ontogenia es un término procedente de la biología del desarrollo, y aquí se utiliza haciendo una extensión de su campo semántico al ámbito del comportamiento.
Las predicciones de los modelos de coevolución genético-cultural han sido sometidas a contraste por
parte de un equipo de investigación que ha estudiado experimentalmente grupos
de individuos de diferentes edades (entre 3 y 14 años, y también adultos)
pertenecientes a seis sociedades humanas muy diferentes unas de otras. Los
grupos humanos investigados eran los siguientes: urbanitas de Los Ángeles
(EEUU); horticultores y recolectores marinos de la Isla Yasawa (Islas Fiji);
cazadores-recolectores Aka (República Centroafricana); pastores y horticultores
Himba (Namibia); horticultores Shuar (Ecuador); y cazadores-recolectores Martu
(Australia). Los experimentos consistieron en la realización de juegos similares
a algunos de los desarrollados en el marco de la teoría de juegos, aunque no
los describiremos aquí (se pueden consultar en la referencia original).
El estudio indicó que los niños de menor edad (entre 4 y 6
años) presentan comportamientos prosociales muy similares en las diferentes
sociedades estudiadas. Dado que el aprendizaje social modela el comportamiento
infantil ya desde muy temprano, el hecho de que haya mínimas diferencias entre
los niños más pequeños de distintas culturas quiere decir que no es el
aprendizaje social temprano el que determina las diferencias que se observan
posteriormente entre culturas, sino que esas diferencias han de tener su origen
en periodos vitales posteriores.
Efectivamente, la prosocialidad empieza a divergir entre poblaciones
(entre culturas) a partir de 6-7 años de edad , y las diferencias se van
afianzando durante lo que se considera la infancia media, esto es, desde los
6-7 años y hasta la madurez sexual. Esto sugiere que los muchachos de esas
edades empiezan a ser sensibles a la información propia de cada sociedad acerca
de la forma de comportarse en situaciones de cooperación costosa. No resulta en
absoluto sorprendente que el intervalo de edades en que se produce la
divergencia sea, precisamente, un periodo clave para nuestro desarrollo
cognitivo, ya que es en el que los niños se incorporan a la comunidad cultural
más amplia a la que pertenece su familia. Por eso, se trata de un periodo
especialmente importante desde el punto de vista de la acomodación o adaptación
a las normas sociales locales.
Por último, merece la pena destacar que el comportamiento
prosocial que se va diferenciando entre muchachos de distintas culturas a
partir de los 6-7 años es, sobre todo, el que conlleva costes. Se trata de una
observación acorde a las predicciones de los modelos de coevolución
genético-cultural que se han citado antes, en el sentido de que las normas
sociales e institucionales ejercen una mayor influencia cuando el
comportamiento beneficioso para el grupo es costoso y, por lo tanto, más
difícil de mantener.
En conclusión, el trabajo de investigación que hemos glosado
en esta anotación pone de manifiesto la existencia de desarrollos diversos del
comportamiento prosocial dependiendo del contexto cultural en el que se desenvuelven
los niños y adolescentes. Los comportamientos cooperativos que conllevan costes
empiezan a divergir a partir de los 6-7 años de edad, y esa divergencia es la
que se acaba manifestando en las edades adultas. Por lo tanto, no cabe
considerar un único modelo de desarrollo ontogenético de la prosocialidad en
nuestra especie, sino que resulta ser muy dependiente del contexto cultural.
Fuente: B. R. House, J. B. Silk, J.
Henrich, H. C. Barrett, B. A. Scelza, A. H. Boyette, B. S. Hewlett, R.
McElreath y S. Laurence (2013): Ontogeny of prosocial behavior across diverse
societies. PNAS 110 (36): 14586-14591
1 comentario:
Es un estudio bastante interesante y significativo.
Yo diría que desde el punto de vista del gen egoísta, para el organismo humano en desarrollo el medio ambiente es en gran medida su sociedad, por lo que a lo que ha de adaptarse es a la misma. Por tanto su fenotipo comportamental será moldeado con la interacción genética con su medio. El hecho de que apenas se haya apreciado influencia en el desarrollo cognitivo y comportamental de niños menores de 6 años refuerza la idea de que, hasta esa edad, el programa genético determina pautas universales: aprender a andar, desarrollar el lenguaje (sea el que sea), reconocer caras y buscar estimulación social...y un larguísimo etcétera.
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